En el clima exacerbado que experimenta el país, en que todo parece inestable y cambia velozmente, incluidas las opiniones de los actores políticos, las que parecen un ensayo publicitario electoral antes que actos de finalidad institucional, destaca positivamente el caso de la Ley de Usurpaciones, donde el Gobierno acierta plenamente.
El duro intercambio de días recientes entre el Gobierno y la oposición por la aprobación de la Ley de Usurpaciones genera la percepción de que es más bien un impulso de los actores a testear al adversario en su solidez interna, así como en su voluntad y capacidad de sostener su juego político, antes que algo de fondo con la ley.
Si se analiza lo aprobado por el Congreso y el veto presidencial enviado, queda en evidencia que los desacuerdos que subsisten resultan bastante menores, a cambio de un avance importante respecto de la legislación vigente: penas graduales de cárcel, declaración de flagrancia permanente del delito de usurpación con posibilidad de prisión preventiva, y negativa de legítima defensa privilegiada para prevenir enfrentamientos entre civiles. Todo ello, con el importante agregado de nuevos procedimientos de recuperación de los derechos de las víctimas.
En ambos bloques existen disidencias o dudas sobre el veto, aunque es esperable que la voluntad presidencial predomine y, en definitiva, se apruebe. Posiblemente, algunos parlamentarios oficialistas no concurran a apoyarlo, especialmente los del PC, lo que significa que para aprobarse requerirá de un número amplio de votos de la oposición.
Y por el lado de la derecha, varios de sus parlamentarios han sido autocríticos sobre su incapacidad para alcanzar un acuerdo que incluyera a todas las fuerzas políticas, lo que los puso en la incómoda posición actual: si se rechaza el veto –y con ello su punto nodal, esto es, las penas intermedias para tomas no violentas–, se mantendría la legislación actual, que solo contempla sanciones monetarias.
Todo este debate lleno de detalles y exacerbado en materia de lenguaje se da ad portas de que el país enfrente el referéndum de aprobación de la nueva Constitución en diciembre próximo, prácticamente el inicio de la maratón electoral 2023-2025, la que tiene al final el premio mayor: la Presidencia de la República.
Es este escenario multinivel, de variados momentos y arenas electorales, lo que tienen en mente los principales actores políticos al momento de legislar, pues requieren planear jugadas en simultáneo y pronto, sobre todo en la arquitectura de las políticas de alianzas, pues ella tiene múltiples opciones que se condicionan unas a otras. Esto vale tanto para quienes detentan el poder como para quienes lo desafían.
Y es un “juego” no solo sobre el discurso de la libertad, la igualdad, el progreso o la estabilidad institucional, sino sobre un bien profundamente insatisfecho en el imaginario cívico nacional: el de la legitimidad y la legalidad de su sistema político y económico, tanto por necesidades insatisfechas como por la degradación de la confianza política, y por el significado real de la vigencia de la ley para las personas.
Chile está en una encrucijada institucional acerca del valor de uso de las leyes que se aprueban. La legalidad vigente está desgastada y las leyes valen menos, porque las conductas sociales no se regulan por su acatamiento, sino por su omisión o transgresión. Ello se ha hecho aún más evidente en el debate sobre la Ley de Usurpaciones.
La legalidad es un atributo y requisito esencial del poder político democrático. Y es legal cuando se ejerce en el ámbito o de acuerdo con las leyes establecidas y de algún modo aceptadas y respetadas. La eficacia de las normas es su obligatoriedad general. Deben ser observadas, respetadas y cumplidas por la generalidad de los ciudadanos, mientras otra norma prevé las consecuencias jurídicas de su falta de cumplimiento. Si la gente no cumple las leyes, el sistema pierde validez por falta de eficacia.
En el clima exacerbado que experimenta el país, todo parece inestable y cambia, incluidas las opiniones de los actores políticos, las que parecen un ensayo publicitario electoral antes que actos de finalidad institucional, excepción hecha en el caso de la Ley de Usurpaciones, donde el Gobierno acierta plenamente, aunque con dificultades.