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El caso Hermosilla o la corrupción nuestra de cada día EDITORIAL

El caso Hermosilla o la corrupción nuestra de cada día

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Los intermediadores de influencias no pueden ser figuras corruptas que trafican poder para generar decisiones distorsionadas en materia de bienes públicos. En estos casos, estamos frente a intermediaciones torcidas, tóxicas, y hay que ponerle el cascabel al gato para impedirlas.


Referirse a los hechos de corrupción que afectan hoy a Chile es una obligación editorial y periodística ineludible. Pero es menester no caer en un trance fariseo o hipócrita, porque algunos casos de corrupción son consecuencia de prácticas conocidas por la elite nacional, y respecto de las cuales no se ha hecho nada para evitarlas, o muy poco. 

Es así en el denominado “caso Hermosilla”, o como se le denomine, actualmente en plena expansión, que llama especialmente la atención por su poder expansivo y su vulgaridad. 

Toda sociedad, incluida la más perfecta en funcionamiento democrático, tiene y funciona con intermediarios del poder, sean personas o instituciones, públicas o privadas. Su tarea principal es alcanzar el “sentido común”, es decir, la mirada equilibrada para decisiones justas y transparentes. 

Los intermediadores de influencias han estado presentes desde siempre en la vida nacional, y en más de una ocasión han dado origen a reformas administrativas relevantes, como el segundo piso de La Moneda o el Ministerio Secretaría General de la Presidencia. Ejemplos del cabildeo institucionalizado. 

Pero la intermediación tiene una condición esencial, que en Chile demasiadas veces no se cumple, cual es que los intermediarios no sean figuras corruptivas de un tráfico de influencias, de poder, para generar decisiones distorsionadas en materia de bienes públicos. En estos casos, estamos frente a intermediaciones torcidas, tóxicas, y los vacíos normativos las hacen posible.

El proceso de intermediación torcida se desarrolla sin atender la legitimidad de la decisión. Y, desaparecida la legitimidad, se desvanece el equilibrio, el bien común o el interés de todos, y se transforma en una trampa de servidumbre política y eventualmente en un crimen contra el interés público.

No es una casualidad que Chile tenga una Ley del Lobby que se regula a través de “audiencias” y no de exhibición o manifestación extensa de intereses, sin publicidad de los fundamentos de las decisiones. 

Al concebir las políticas públicas o las decisiones públicas como una forma de poder de unos intereses por sobre otros, lo que se hace es seleccionar y perseguir de manera acrítica ese interés. Lo que entraña la vulgarización del poder político y el diseño camuflado de la servidumbre voluntaria, contraria a la libertad.

Dicho todo lo anterior, lo que se puede apreciar del caso de Luis Hermosilla, además de corrupción pura y dura, es un tráfico de influencias y poder sin atender a la legitimidad de las decisiones, llevando a un punto alto la indeseada práctica de la intermediación torcida. 

En fin, sin perjuicio de las sanciones penales y de otro tipo que ameriten las conductas investigadas en el denominado caso Hermosilla, lo más importante es ponerle de una buena vez el cascabel al gato y normar adecuadamente la intermediación de influencias.

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