El fútbol se ha convertido en un refugio de impunidad y en un mundo cómplice de violencias de género, raciales y de muchas otras. La violencia excluye y, para que el fútbol sea efectivamente patrimonio de todos, sus autoridades, en todas partes del mundo, debieran sancionar todas las violencias.
Mientras el plantel argentino celebraba la consecución de la Copa América, el jugador Enzo Fernández decidió transmitir los festejos en vivo por sus redes sociales. Mientras grababa, los jugadores entonaron una canción con contenidos abiertamente racistas, homofóbicos y transfóbicos en contra de sus colegas franceses, pues dicha canción data de la final del último Mundial que enfrentó a ambas selecciones. El video tardó poco en ser visto a lo largo de todo el mundo, suscitando variadas reacciones.
Entre las más prominentes figuran las de franceses de origen africano y compañeros del propio Fernández en el Chelsea inglés. Uno de ellos subió una foto del video con la leyenda “Fútbol el 2024: racismo desinhibido”. Al repudio generalizado en Europa, se sumaron las, hasta ahora, únicas respuestas institucionales: mientras el Chelsea anunció un proceso disciplinario, la Federación Francesa de Fútbol acudió a la FIFA pidiendo sanciones.
En Argentina, salvo periodistas o columnistas puntuales, el “mundo del fútbol” ha salido a respaldar al jugador con declaraciones del tipo “es parte del folclore del fútbol”, “si hay algo que no somos los argentinos es racistas (…), se ha tomado todo fuera de contexto”, “hay que entender la cultura de cada país (…), una broma puede ser malinterpretada en otros lugares”, proferidas desde jugadores hasta la propia prensa especializada.
El asunto escaló a un problema político cuando el subsecretario de Deportes de Argentina conminó al capitán de la selección –Messi– y al presidente de la Asociación del Fútbol Argentino a pedir disculpas, ante lo cual la oficina de presidencia tuiteó que “ningún gobierno puede decirle qué comentar, qué pensar o qué hacer a la Selección Argentina Campeona del Mundo y Bicampeona de América, ni a ningún otro ciudadano. Por esta razón, Julio Garro deja de ser Subsecretario de Deportes de la Nación”. La vicepresidenta, a su vez, declaró que “ningún país colonialista nos va a amedrentar por una canción de cancha ni por decir las verdades que no se quieren admitir. Basta de simular indignación, hipócritas. Enzo yo te banco”.
Incluso entre las pocas personas –y cero instituciones– que han salido a condenar los cánticos desde este extremo austral del mundo, nadie ha hecho alusión a la evidente transfobia y homofobia proferida por los argentinos, desaprovechando la oportunidad de contribuir a que el fútbol sea un lugar seguro para las disidencias sexuales. No es casual que se pueda contar con los dedos de una mano a los futbolistas hombres que se han declarado abiertamente homosexuales, entre los que encontramos dos retiros prematuros y un caso de suicidio.
Los muy insuficientes brotes verdes en materia de género, como que se hayan eliminado elementos misóginos de cantos de estadio o que un superclásico femenino hoy se juegue con 10 mil o 15 mil personas, han sido alcanzados por luchas de feministas futboleras y han estado lejos de permear la institucionalidad. Muy por el contrario, aquí en Chile el Gobierno ha debido intervenir ante casos como el de violencia de un futbolista contra su pareja o, más dramático aún, el de una violación colectiva por parte de jugadores de las series menores a una compañera. Los casos han sido minimizados o, peor, derechamente encubiertos por los clubes.
El fútbol se ha convertido en un refugio de impunidad y en un mundo cómplice de violencias de género, raciales y de muchas otras. La violencia excluye y, para que el fútbol sea efectivamente patrimonio de todos, sus autoridades, en todas partes del mundo, debieran condenar y sancionar esta y todas las violencias.