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La salmonicultura, una industria necesaria para Chile, pero que requiere mejoras importantes EDITORIAL

La salmonicultura, una industria necesaria para Chile, pero que requiere mejoras importantes

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Aunque la industria ha mejorado sus estándares sanitarios, no ha pasado lo mismo en términos ambientales, donde aún hay mucho por hacer. La depredación de la vida acuática no está siendo suficientemente abordada por los productores ni por el Estado en cuanto a regulación, control y fiscalización.


En menos de un mes, dos de los más prestigiosos periódicos estadounidenses, como son The Washington Post y The New York Times, han escrito reportajes que, de forma distinta, cuestionan los estándares sanitarios y ambientales de la relevante industria de la salmonicultura en Chile. Mientras el primero ofrece una guía para los consumidores de salmón en que se recomienda evitar el consumo de algunas especies producidas en nuestro país, el segundo retrata las crecientes problemáticas que presenta la industria en términos ambientales y de su coexistencia con comunidades indígenas en el territorio.

Prácticamente, uno de cada dos salmones que se consumen en Estados Unidos provienen de Chile, lo que convierte a nuestro país en el principal proveedor de este mercado, que representa a su vez el destino de casi el 40% de lo producido por la industria a nivel nacional. Estos números dan cuenta de la importancia del mercado en EE.UU. para esta industria y de los riesgos implicados en que este sector productivo no cumpla con los estándares medioambientales y sanitarios adecuados.

Si bien es cierto que en otras oportunidades Estados Unidos ha levantado alertas parecidas, basadas en motivaciones proteccionistas, estas publicaciones se suman a sendos reportajes publicados por el Shamba Centre de Suiza o la Changing Markets Foundation de Escocia.

Más aún, en su último reporte sobre nuestro país en materia del derecho a un medio ambiente sano, limpio y sostenible, la ONU sugiere una moratoria en la entrega de concesiones acuícolas mientras no se tenga evidencia científica robusta en torno a los impactos de la actividad.

La respuesta de la industria ante estos cuestionamientos es que Chile posee estándares de cumplimiento comparables o superiores a otros países productores, a lo que agrega que la proteína del salmón tiene una huella de carbono muy inferior a la de otras fuentes alternativas, como el pollo (algunos estudios lo desmienten para este caso), el cerdo o el vacuno. Lo que esta aseveración omite es que la huella de carbono es una de muchas posibles dimensiones del impacto ambiental. Ante esto, la industria retruca que no existe evidencia científica que establezca una relación causal entre la producción y varios de los impactos que se le achacan.

Aunque esto último es cierto, la falta de evidencia se debe a la débil regulación estatal, que no realizó líneas de base al momento de instalarse la industria, y que tampoco las exige en la evaluación ambiental de los proyectos de acuicultura.

Si bien la industria, a partir de la crisis del virus ISA, ha mejorado sus estándares sanitarios, no ha ocurrido lo mismo en términos ambientales, donde aún hay mucho por hacer, por corregir. Hoy, existen proyectos con organizaciones internacionales y esfuerzos público-privados con el fin de aminorar el uso de antibióticos, que muestran resultados esperanzadores, pero la depredación del mar por parte de la actividad no está siendo suficientemente abordada por los productores ni tampoco por el Estado en cuanto a regulación, control y fiscalización.

Los centros de cultivo producen residuos orgánicos a partir de alimento y excreciones de los peces que van a parar al fondo acuático, evitando el nacimiento de algas que oxigenan el agua y que permiten, además, todo el ciclo de vida al interior de los cuerpos de agua. Esto es especialmente nocivo en fiordos o estuarios que no tienen tantas corrientes como el mar abierto, y cuyas condiciones las hacen ideales para esta actividad.

El intenso lobby que esta industria ha levantado en distintos casos –como su oposición al proyecto que prohibía nuevas concesiones en áreas protegidas o el que empuja ahora una reforma de la Ley Lafkenche–, da cuenta de las limitaciones que tiene el Estado para ejercer el rol que le corresponde frente a ella. Por mientras, pareciera que las esperanzas de disfrutar de una Patagonia prístina para esta generación y las que siguen, está puesta en la responsabilidad de los consumidores en los mercados de exportación.

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