Aprovechando la efeméride, estos cinco años presentan una oportunidad para establecer ciertos mínimos comunes sobre qué es lo que pasó, dar luces respecto de un diagnóstico ojalá compartido y proyectar desde ahí un mejor futuro común.
A cinco años del estallido social –o como se le quiera llamar–, la disputa respecto de su significado sigue muy presente en la agenda. Las encuestas demuestran que quien apoyó, quien aún apoya, quien lo ve desde la óptica de la violencia o de las demandas sociales, o como sea, forma parte del clivaje político global del país. Y es que no podría ser de otra forma, porque la lectura que se le da a aquel hito define en buena medida el proyecto político que se le ofrece a la ciudadanía.
La derecha responsabiliza de los problemas de seguridad, en buena medida, a la validación política que habría hecho la izquierda de la violencia, con lo que se proyecta como el único sector validado para resolver el problema más acuciante para la población. La izquierda, en tanto, aduce que quien solo ve violencia en lo allí ocurrido es incapaz de conducir transformaciones aún anheladas por la gente.
Dada esta relevancia, y aprovechando la efeméride, estos cinco años presentan una buena oportunidad para establecer ciertos mínimos comunes sobre qué es lo que pasó, dar luces respecto de un diagnóstico –que seguramente no será definitivo– y proyectar desde ahí un mejor destino común para Chile.
Sabemos, y ya es hora de darlo por superado en la discusión, que hubo muchas inaceptables violaciones de los derechos humanos cometidas principalmente por Carabineros; sabemos, también, que hubo una violencia callejera fuerte e inadmisible, extendida y consistente, aunque minoritaria. Podemos descartar tesis febriles respecto de la infiltración de grupos subversivos extranjeros y, con ello, afirmar que se trató de un malestar ciudadano tan heterogéneo como inorgánico.
Más allá de las múltiples distinciones propuestas por especialistas, sabemos que convivían, a ratos en forma caótica, una serie de demandas que no han sido resueltas, y que quien quiera negarlas o darlas por superadas, solo le pone un clavo más a su propio ataúd. Sabemos, por último, que la experiencia hoy es vista con distancia por la población, que hoy cree menos que entonces en la acción colectiva como vía para mejorar las cosas, lo que complica todavía más la situación para la política.
Sabemos, igualmente, que el gran déficit ha sido la conducción política de las soluciones a esas demandas. Si bien la ciudadanía vio en el cambio constitucional una oportunidad de cumplir con estos anhelos, desechó de forma categórica las dos constituciones que le fueron ofrecidas, con lo cual, en la práctica, validó/legitimó la Constitución de 1980 y sus múltiples modificaciones –lo que no es poco decir–.
Podemos elucubrar que las personas, lejos de abandonar las aspiraciones que las movilizaron el año 2019, no quieren arriesgar lo avanzado individual o familiarmente, por medio de soluciones maximalistas, ni tampoco creen en una regresión al orden previo al estallido.
Si nos situamos políticamente desde esos antecedentes, el gran desafío entonces es conducir institucionalmente las reformas más sentidas por la población, pero es ahí donde el sistema electoral y político ha probado ser proclive al inmovilismo.
La Convención Constitucional optó por solucionar esto abriendo la institucionalidad a los movimientos sociales, cuestión que fue refrendada por el electorado en esa primera elección de convencionales constituyentes. Sin embargo, el desarrollo de esta instancia y el posterior rechazo de su propuesta, sugieren que las demandas requieren ser conducidas por partidos políticos orgánicos y con posturas globales, más que con reivindicaciones específicas o sectoriales –menos aún en sus versiones más radicalizadas–.
Lamentablemente, el segundo intento constitucional, aunque liderado por los partidos, también fracasó, por la pretensión de los sectores políticos más conservadores, favorecidos coyunturalmente por la ciudadanía, de imponer a ultranza sus posturas.
Hoy, la discusión parece centrada en las reformas necesarias para dar mayor disciplina partidaria y evitar la excesiva fragmentación, cuestión relevante y positiva, pero que no soluciona el problema de fondo, que es la desconfianza y escasa raigambre de los partidos en la sociedad.
Es ahí, en la canalización institucional de las demandas y la validez de los partidos políticos para conducirlas, que se avizora la posibilidad de que dejemos competencias estériles respecto de quién condenó más la violencia y podamos, en cambio, hablar del legado –lleno de claroscuros– de uno de los acontecimientos políticos más relevantes de nuestra historia reciente.