Hoy los partidos políticos no son verdaderos agentes de cambio en nuestra sociedad. No porque no quieran, sino porque no pueden. Todas sus ofertas en aquellas materias que realmente importan quedan subordinadas a las reglas del inmovilismo legislativo, transformándose así en promesas insatisfechas.
Los partidos de la Concertación han sido marginados de la campaña de Frei. En su lugar, las decisiones las toman un pequeño grupo de asesores que desconfían profundamente de los partidos. Por lo mismo, Marco Enríquez-Ominami no ha tenido la necesidad de contar con el apoyo de un partido político para convertirse en un serio aspirante a La Moneda.
Pese a los insistentes llamados que se vienen haciendo desde hace un tiempo por distintos sectores para frenar la violencia en la campaña presidencial y enfocarla en los llamados «debates de ideas», todo pareciera indicar que esta será una de las más agresivas que se recuerden desde el retorno a la democracia. No solo por el hecho de que la Concertación ve un riesgo serio de perder ni por la ansiedad desmedida que genera en la derecha la representación abstracta de llegar a La Moneda; la razón de la violencia tiene una causa más profunda y por ende más alarmante. Esta es, la despolitización de la política.
Me refiero aquí a un déficit en nuestro proceso democrático para materializar la voluntad soberana en discurso y acción política mediante los instrumentos concebidos para tales efectos, es decir, los partidos políticos. Los partidos políticos se han vuelto incapaces de desarrollar planes y programas que propongan transformaciones sustanciales al sistema jurídico y económico con el objeto de superar las desigualdades económicas, sociales y culturales de Chile y, al mismo tiempo, ejecutarlas una vez en el poder. La razón: una Constitución Política que creó un sistema institucional protegido con siete llaves que impide modificaciones en los temas relevantes del país.
Hoy los partidos políticos no son verdaderos agentes de cambio en nuestra sociedad. No porque no quieran, sino porque no pueden. Todas sus ofertas en aquellas materias que realmente importan quedan subordinadas a las reglas del inmovilismo legislativo, transformándose así en promesas insatisfechas. No es extraño entonces que estos hayan perdido legitimidad y que sean pésimamente evaluados por la ciudadanía.
Es así que los partidos de la Concertación han sido marginados de la campaña de Frei. En su lugar, las decisiones las toman un pequeño grupo de asesores que desconfían profundamente de los partidos. Por lo mismo, Marco Enríquez-Ominami no ha tenido la necesidad de contar con el apoyo de un partido político para convertirse en un serio aspirante a La Moneda.
La derecha merece un párrafo aparte. Fue la derecha la que en primer lugar ideó la despolitización de la política, este mecanismo perverso en el cual los partidos parecen más una agencia de empleos que un gestor de cambios. Es la derecha la que ha profitado de este mecanismo en el Congreso, con un número de parlamentarios que no se condice con los resultados obtenidos en las urnas.
Asimismo, todas aquellas leyes que no han podido ser modificadas durante los regímenes de la Concertación y que se refieren a materias tan sustanciales como educación, salud, el mismo sistema binominal, reconocimiento de los pueblos indígenas, entre muchas otras; tienen su sello y rúbrica en los principios e ideales de la derecha chilena.
Los partidos políticos, poco a poco, campaña tras campaña, han ido perdiendo relevancia en la conducción de las contiendas electorales, delegando su acción en los asesores comunicacionales y de imagen. (¿Hace cuanto tiempo que no vemos tras la imagen de un candidato la bandera de un partido político?) Se han introducido métodos de mercado (de mercado político) en las campañas que intentan explotar las fortalezas de los candidatos y disimular sus compromisos partidarios.
El debilitamiento de los partidos políticos ha hecho de la contienda presidencial una lucha personal por llegar al poder más que un concurso de ideas que propongan nuevos rumbos para superar nuestros problemas. Así, la imagen de los candidatos supera en importancia las ideas que representan. No nos extrañemos entonces que los candidatos y sus asesores comunicacionales se empeñen en destruir la imagen de sus contendores. Si lo logran, quedarán al descubierto una de las mayores fragilidades de nuestro sistema democrático: partidos políticos fatigados, inmóviles y desacreditados.
Si estoy en lo correcto, la violencia llegó para quedarse en las elecciones presidenciales.
*John Charney es abogado U. De Chile, LLM London School of Economics. Miembro de Nuevos Pactos.