El terremoto, la tragedia de los obreros atrapados en la mina San José y la huelga de hambre han puesto frente al espejo los desafíos en materia de igualdad y desarrollo que tiene por delante el país.
En 2010, el año de su bicentenario, Chile ha vivido dos acontecimientos que han conmocionado al mundo entero, el terremoto en el sur que dejó medio millar de muertos, y la tragedia de los obreros atrapados en una mina del norte.
A estos dos sucesos se suma en las últimas semanas la huelga de hambre que mantienen desde hace más de dos meses una treintena de comuneros mapuches acusados de delitos cometidos en el marco de la reivindicación de sus tierras ancestrales, hoy en manos de latifundistas y empresas madereras.
Todos estos acontecimientos han puesto frente al espejo los desafíos en materia de igualdad y desarrollo que tiene por delante el país.
Pero como afirma el poeta Raúl Zurita, un pobre chileno «se asemeja mucho más a un pobre de México, Brasil o Ucrania que a un potentado chileno».
Además de los cientos de muertos y las pérdidas multimillonarias, el terremoto también fracturó la imagen que el mundo tenía de un país que, según Zurita, «es un milagro, una cortesía de la naturaleza».
Antes de que en la madrugada del 27 de febrero Chile se estremeciera con el quinto mayor terremoto del que se tiene registro en la historia de la humanidad, el país se preparaba para celebrar con orgullo y optimismo sus 200 años como nación independiente.
Hacía apenas un mes que había ingresado en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el llamado «club de los países ricos», y los expertos pronosticaban que sería el primero de América Latina en dejar atrás la recesión económica.
Además, el funcionamiento de las instituciones durante la elección presidencial de enero había cosechado los elogios de los observadores y de la prensa internacional.
Pero la tragedia dejó al descubierto una profunda brecha social que, veinte años después del régimen militar, los sucesivos Gobiernos de la Concertación no consiguieron cerrar.
Dos semanas después, en una ceremonia marcada por tres temblores de tierra y con la presencia de numerosos dignatarios extranjeros, el empresario Sebastián Piñera se convertía en el quinto presidente desde que Chile retornó a la democracia.
Apoyado por partidos entre cuyos militantes abundaron los adherentes de Augusto Pinochet cuando el general vivía, Piñera logró la alternancia que cerró una transición «considerada por muchos como ejemplar», según sus palabras.
Y el 5 de agosto, el derrumbe en un yacimiento de cobre con más de un siglo de antigüedad que operaba en condiciones precarias volvió a poner de manifiesto las carencias de un modelo de desarrollo económico basado en la explotación intensiva de los recursos naturales.
La seguridad y las inspecciones en buena parte de los 4.000 yacimientos donde se extrae el llamado «salario de Chile» deja mucho que desear, especialmente cuando se trata de pequeñas compañías ansiosas de aprovechar los elevados precios con que se cotiza actualmente el «metal rojo» en los mercados internacionales.
Aunque el salvamento llevará todavía varias semanas, nadie en Chile duda de que la mayor operación de rescate subterráneo de la historia será un éxito. «El regalo del bicentenario», como lo denominó el presidente Piñera.
La relativa normalidad con la que se desarrollan la labores de salvamento en la mina San José han permitido visualizar un conflicto que es casi tan antiguo como la propia historia del país, el de las comunidades mapuches.
El pueblo mapuche, que en 1850 poseía diez millones de hectáreas, perdió el 95 por ciento de sus tierras en 1883 después de la «pacificación de la Araucanía», cuando el Estado chileno declaró la soberanía en todo el territorio nacional.
Actualmente 106 mapuches están encarcelados, condenados o procesados en relación con el llamado «conflicto mapuche», casi el doble que hace un año. Desde el pasado 12 de julio, 32 de ellos se niegan a ingerir alimentos y su salud corre peligro.
Los mapuches, acusados por delitos vinculados al conflicto de tierras que algunas comunidades mantienen en La Araucanía, se consideran presos políticos y exigen que se les deje de aplicar la ley antiterrorista, porque supone condenas más duras y limitaciones al derecho a un juicio justo y la debida defensa.
Así las cosas, la Iglesia Católica anunció este martes que ejercerá de mediadora para facilitar el diálogo entre el Gobierno y los comuneros presos y evitar que la huelga de hambre derive en un desenlace fatal cuando Chile celebra este sábado su 200 aniversario como nación independiente.