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Qué hay en la cabeza de MEO Perfil íntimo del candidato insolente que “no tiene amigos en política”

Qué hay en la cabeza de MEO

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Segunda oportunidad que va por la presidencia de Chile. Una biografía ya conocida, muy televisiva –como su señora, Karen Sylvia Doggenweiler Lapuente– pero no por eso menos interesante de repasar. ¿Sabía usted que su abuela, una tal señora Rivas, se reía a carcajadas porque se tiró un peo sentada al lado del Presidente Frei Montalva, y a éste no se le movió un músculo?


Es el único hijo hombre de un revolucionario que murió con diez balazos en el cuerpo y el cráneo perforado, pero henchido de sueños de una sociedad sin Estado ni clases. Miguel Enríquez dormía con un arma junto a su cama y el último día resistió combatiendo, solo durante dos horas, la lluvia de metralletas que los hombres del dictador (granada incluida) le brindaron en la casa de San Miguel, donde vivía clandestino y escondía las armas para no claudicar. Su único hijo hombre fue electo diputado con un reloj Cartier y una gran votación, la más alta de su distrito y tuvo que acostumbrarse a arrancar de los combos que otros honorables legisladores le ofrecían. Marco Enríquez-Ominami nunca ha ganado una pelea yéndose a las manos, de hecho les tiene pánico. Sí ha pasado, en cambio, bastantes años psicoanalizándose y estudiando filosofía y cine. Vive en La Dehesa en la casa de su esposa desde hace diez años, una rubia y exitosa animadora de televisión. Fue expulsado de Chile antes de aprender a caminar y educado con pain dû chocolat en la Place de Vosges, en guarderías y preescolares del Estado francés, donde tuvo prioridad y subsidios por ser hijo de una madre soltera y al comienzo, además, indigente. En París la vida fue con abuelos y tíos y primos, y sus primeros amigos, Mohamed y Saladín, eran pobres e inmigrantes. Se pasó los fines de semana visitando museos con su abuela materna y lo molestaron por sus apellidos, Gumucio Gumucio (por seguridad no llevó Enríquez hasta los ocho años). Desde los dos años tuvo un padrastro que también se había arrancado del dictador en Chile y que de tanto amor nunca necesitó hijos biológicos. En la ciudad más linda de Europa, mientras Manuela, su madre, trabajaba, él lo consentía en el McDonald’s y le regalaba diez francos por cada tantas páginas que leyera de Moby Dick. Años después formalizarían la adopción y crearían un nuevo apellido: Enríquez-Ominami.

De regreso en Chile, al hijo de Miguel le dijeron fleto y harto más. Su madre sigue convencida de que en el colegio la Alianza Francesa sufrió una persecución política por parte de una inspectora pinochetista llamada Nélida que terminó con él, adolescente de segundo medio, expulsado y tocando las puertas del Saint George. No sería la última vez que se tuviera que ir. Militante del Partido Socialista por años, activo participante de todas sus campañas, incluso la presidencial de Ricardo Lagos, se fue para ser candidato a la presidencia en el 2009, a los 35 años, porque se negaron a hacer primarias y designaron al ex presidente Eduardo Frei como único postulante. ME-O, como se le ocurrió a él llamarse, consiguió las firmas y obtuvo un 20 por ciento, la votación más alta obtenida en la historia de Chile por una candidatura presidencial independiente. El ex presidente Frei no le extendió la mano en el debate televisado. Tu candidatura es una insolencia le dijeron. ¿Cuál es la insolencia?, preguntó. Te saltaste la fila, le respondieron. Pero si de eso se trata, recriminó él.

–Correa era del MAPU y desafió a la DC; mi papá era del MIR y desafió al PC; Frei Montalva y mi abuelo desafiaron al Partido Conservador. La política es ruptura, cada generación desafía a la anterior.

Es el hijo de un revolucionario asesinado y responde él mismo los mensajes de texto que le mando al celular y también el timbre de su casa donde vive con cuatro mujeres (la mujer, la hija de su mujer, la hija, la nana). Abre personalmente la puerta, trae el café, cita todo el tiempo a su mujer y a su madre, dice que me parezco a mi hermano, pero que soy mejor y me regala sus libros. Es un hombre con un lado femenino bien desarrollado, podría decir alguien que no sería yo. Marco sabe de autonomía. Cuando a los cinco años consiguió abrocharse los cordones, se empezó a ir solo al colegio y, a los seis, aprendió a andar en el metro de París. Por las tardes llegaba al departamento con su llave, como casi todos los niños franceses.

Es hijo de Miguel y dice que su padre murió por la falta de un colectivo. Estaba solo, todos los miristas muertos o torturados. Por eso él fundó un partido, el primero con alcance nacional nacido en democracia. Es único hijo hombre y no tener padre lo obsesiona, lo frustra al punto que es cauto al navegar por ese “mar de horrores” y nunca ha contestado ninguno de los e-mails en que le han ofrecido el arma con que lo mataron.

–Yo creo que es importante en términos freudianos matar al padre –reflexiona mientras pienso a qué padre, psicoanalíticamente hablando, tendrá que matar este hombre con dos apellidos paternos que en un lapso de cuatro años se ha dirigido dos veces al centro de la capital, allá en calle Esmeralda, para inscribir su candidatura al más alto cargo del país.

“¿Cómo amaneció la autoestima de los niños que van al colegio que sale abajo en la tabla del SIMCE? La mamá dice ¿a dónde vas Pedro? Al colegio mamá, al peor de Chile, el que sale en el diario, mamá, los profesores deprimidos, estamos todos castigados. Competencia, hoy todo es competencia”.

[cita]Me quiere ayudar y me va a prestar un manual para que converse mejor con mi hijo más chico. Nunca una pregunta plebiscitaria del tipo «¿cómo te fue hoy en el colegio?», sí un «te veo contento». Se pone de pie, me pide que lo acompañe y empieza a caminar. Lo sigo detrás. Tiene las piernas gruesas y cortas, el traste grande, pero la chaqueta con dos aberturas atrás lo ayuda. Cruzamos el pasillo de los dormitorios y llegamos a su pieza. Las sandalias de taco de la Karen están en el piso y yo me acuerdo de su abuela Rivas, la del peo del presidente Frei. A ella le parecía una indecencia dormir en la misma cama que el marido, pero aquí hay sólo una y es matrimonial. [/cita]

Tuvieron más peso las ideas sobre el amor libre que la pasión. Y aunque era ex alumna de las monjas, no creía en la posibilidad de una relación convencional. Sin remordimientos, Manuela le dijo que no a Miguel. Miguel Enríquez, el más grande héroe que ha tenido la izquierda chilena. No muchas hubieran podido. Yo al menos. Aguerrido, brillante y gallardo, un romántico de fines de los 60. Que no, que no vivieran juntos, que sería una madre sola. Y así partió, a una semana de cumplir los 30 años, a la Clínica Vitacura. Un frío martes 12 de junio de 1973 trajo al niño al mundo, sin saber que ese día también había nacido Ana Frank y que para un nacido el 12 de junio, de acuerdo a las leyes astrológicas, no hay obstáculo que lo desanime. Los felices abuelos (Rafael Gumucio, fundador de la Democracia Cristiana en el país, y Marta Rivas) estuvieron allí mientras los diarios de la capital titulaban alarmados Quiebra de la Juridicidad, Atropello a la Ley, porque el presidente Allende había escrito a la Corte Suprema que su gobierno ponderaría las consecuencias de cualquier resolución de tribunales antes de proceder.

Miguel estuvo esperando a que cayera la noche sobre la capital antes de acercarse, sigiloso, a la avenida Kennedy. A pasos de la rotonda Pérez Zujovic, entró a la clínica cuando ya todas las visitas se habían despedido. El fundador del Movimiento de Izquierda Revolucionario, que vivía en la clandestinidad desde hacía cuatro años y para quien los esfuerzos del gobierno de la Unidad Popular no eran suficientes para liquidar como se debía al sistema capitalista, iba envuelto en un denso olor a pisco. Había estado celebrando la llegada de ese primer hijo hombre que venía a conocer. Se dirigió a la sala donde dormían los recién nacidos y después, emocionado, a la pieza donde descansaba Manuela. La abrazó. «Tiene cara de Gumucio», le dijo, pero, no te preocupes, “ya se va a parecer a mí con esa nariz enorme”. Ella quería llamarlo Gonzalo pero él se negó, a ese y a otros nombres, todos le recordaban a alguien (principalmente de la Comisión Política del MIR) que le resultaba insoportable. Insistió que tuviera el mismo nombre de emperador romano que su abuelo paterno y hermano mayor: Marco Antonio.

“Los liceos de excelencia de Piñera son una locura. En San Bernardo hay uno que se llama Liceo Pinochet, a la derecha hay un muro y a la izquierda es un liceo normal. Todos los días los niños se separan por una pared. Eso es muy propio de Chile. Un papá me dijo ¿sabes cómo me siento de que me hijo no haya quedado al otro lado del muro? La derecha tiene esa obsesión de los incentivos, todo es un problema de incentivos, no de derechos. Es bueno que exista la competencia para algunas áreas, pero no en educación, no en salud, no en jubilación, no hagas competir a los pobres con un puntaje en la ficha para poder decir soy pobre, tengo derecho a subsidio”.

Marco Antonio tiene tres meses de edad y duerme en su cuna, en un departamento de las Torres de Tajamar en Santiago, cuando, a las seis y media de la mañana del martes 11 de septiembre de1973, las fuerzas armadas se toman el puerto de Valparaíso. De adulto gustará decir “yo soy hijo del golpe militar y eso es como ser hijo del Big Bang”. Apenas su madre se entera, lo deja a cargo de la empleada y va a la radio del MIR, a ver en qué puede ayudar. Les presta su Austin Mini azul para que saquen los equipos y vuelve caminando al departamento. Atraviesa la Plaza Italia, los árboles están florecidos, la primavera ya casi instalada de lleno y los militares, apuntando sus armas a los peatones. La democracia se ha acabado y Miguel Enríquez ha pasado a ser uno de los hombres más buscados del país.

Una amiga pasa al departamento. Hay que apurarse, el toque de queda empieza a las tres de la tarde. Lleva a Manuela con Marco a la casa de la socióloga Giselle Munizaga, entonces mujer del militante de izquierda Tomás Moulián. Ahí se quedan los primeros días una vez ocurrido el golpe, acompañados. Luego, madre e hijo tratan de no estar más de una noche en el mismo lugar. Donde sea que fuera, ella hace dormir a Marco y, después, mira por la ventana. El silencio de la noche santiaguina es absoluto. Solamente ve a lo lejos algunos buses militares. Tiene miedo, casi todos lugares donde descansa con el niño son allanados al día siguiente, sabe que los buscan, sabe que están desesperados por encontrar a Miguel. Exhausta, entrado el mes de octubre, decide asentarse en Pocuro, al llegar a Tobalaba. El dueño del departamento ubicado en un discreto edificio bajo estaba de viaje y su hermano, un buen amigo, le dijo quédate para regarle las plantas. Hasta ahí llega Miguel un día. Espera en la calle y Humberto Sotomayor, también militante del MIR, sube a avisarle. Salen en el auto y ella y Humberto se bajan a tratar de ayudar a un militante del MIR, oculto. Miguel se queda en el Fiat 124 blanco en el que andan, a solas con Marco en los brazos, ocupando el tiempo más largo que padre e hijo tendrán para estar juntos.

La última vez que Manuela lo ve se han quedado de encontrar en la calle Duble Almeyda. La consigna es que si no se detiene, hay que seguir, hay peligro. Ella conduce un Fiat 500 rojo, más conocido como Topolino, que es de su madre. Da dos vueltas a la manzana y él no se ha estacionado, no será posible. Lo mira por el espejo retrovisor sin saber que esa es la última.

–Mi mamá me regala manuales. «¿Cómo decir que no?», «¿Cómo no ser un papá toxico?», «¿Cómo no farrearse la educación de sus hijos?», «¿Cómo no envenenar su casa?» Puras pesadeces, mi mamá encuentra que soy un desastre.

–No creo.

–Le puedes preguntar. Ah y leo poca novela, leo filosofía, otra teoría de mi mamá, que soy pésimo.

–Te imagino de niño, hiperactivo.

–La abuela Rivas decía «Rafita se cree buenmozo y es feo, pero inteligente, y Marco se cree inteligente y es tonto, pero buenmozo». Esa era la descripción de cada nieto.

–Feroz tu abuela.

-Me pasaba una piedra pómez, o ¿cómo se dice?, hasta que tuve que decirle «abuela, soy negro, no es piñén en las rodillas».

–Pero tu mamá es morena también.

–Según mi mamá la teñía rubia de chica. Puro chiste, si la vieja era fascinante, es como mi mamá después de mi mamá, la quise mucho. Una vez se dedicó todo un día a reírse porque se había tirado un peo al lado de Frei Montalva. Y dijo que era un gran presidente. ¿Por qué, abuelita? Porque no reaccionó, es la prueba de que es un Jefe de Estado con temple, que aguantó el peo, dijo.

Es sábado 13 de octubre de 1973 y Marco tiene diarrea. Manuela está cansada pero no puede dormir por culpa de los frenazos, los de los camiones militares. A las dos de la mañana, cuando por fin ha logrado conciliar el sueño, suena el timbre. Sólo un ring largo. Despierta de inmediato y mira al niño. Duerme. No tiene dudas. La amiga que se ha quedado con ella, parece confundida. Ábreles, María Elsa, le dice con la voz apagada. Un pelotón de militares entra al departamento de Pocuro. Tres coroneles la toman de los brazos y la sientan a la fuerza para interrogarla. Dicen que se la van a llevar, que está detenida, dicen que se le acabó el tiempo, que el niño parte al Buen Pastor, dicen que dónde está Miguel. Ella no sabe y tiembla, militantes del MIR desaparecen a diario. “¿Y su señora acaso? –se le ocurre preguntar–, ¿sabe ella dónde usted está en este minuto?”. Marco ha comenzado a llorar y uno de los militares ve que su mamadera está en un calentador. ¿Cómo se le ocurre? ¿Qué tiene en la cabeza? ¿No sabe que esas cosas son muy peligrosas? –la reta indignado.

Se van dejándola arrestada y María Elsa aprovecha de salir a buscar al sacerdote Esteban Gumucio, un tío de Manuela que vive con los más pobres. Vuelve con él y se quedan juntos esperando lo peor en el departamento. Al día siguiente, el domingo a eso de las tres de la tarde, los militares están de vuelta pero ya no son un pelotón. “Si decide irse, yo la ayudo”, le dice uno de ellos. Manuela acepta. La siguen hasta la embajada de Venezuela, en el barrio Pedro de Valdivia Norte, donde se habían refugiado sus padres, Rafael y Marta. Rafael la ve llegar a través de la reja. No entiende y empieza a gritar que la suelten, que es su hija y su nieto, que se lo lleven a él en vez, que no tienen derecho, y Manuela, que hasta el momento no había llorado, se derrumba. La embajada está de bote en bote, incluso con famosos como Isabel Parra y Quilapayún. Se quedan dos semanas. Aprovecha de bautizar a Marco. El mismo tío, el padre Esteban, que hoy está en el Vaticano a punto de ser santificado, oficia. Hace un discurso, habla de la violencia. Hay lágrimas y aplausos. Y como la embajada está llena de marxistas no católicos, el padrino es un funcionario.

Al aeropuerto de Pudahuel llega Manuela, un día de noviembre de 1973, bien custodiada por carabineros. Camina con Marco, de cinco meses, en brazos. Una fila de reclutas armados le apuntan a cada lado. El niño es feo, tiene cara de adulto y probablemente, de tanto esconderse, se ha puesto medio gris. Ella se siente agradecida de las caras conocidas que ha divisado. Son pocos pero han ido a despedirla, aunque sea de lejos, y quiere darles alguna señal. En un gesto atrevido, levanta el puño para decirles que va a luchar, que va a tener fuerzas. Trata de sonreír pero lo que le sale es más bien una mueca y se sube al avión. En París los recibe una tía. La señora vive sola en un departamento pequeño. Manuela no tiene más que 50 dólares, fugazmente entregados por un familiar en un pasillo de Pudahuel. Se siente incómoda y la tía ve con horror cómo pasa el tiempo. Diciembre, enero, febrero, marzo. Cuatro meses del invierno europeo hasta que la abuelita Rivas, la madre de Manuela, llega a vivir a París y le presta para que parta a un arriendo. Encuentra un lugar allá detrás de Montparnasse. Han llegado a casa, en ese departamento madre e hijo vivirán los siguientes doce años.

–Es muy osado querer ser presidente antes de los 40 años.

–Menos osado que José Miguel Carrera.

–¿Te comparas con él?

–No. Lo digo por la edad que tenía.

–Entonces se vivía menos.

–Es menos osado que Navarrete en Televisión Nacional, menos que Zaldívar como ministro, menos que mi papá… estoy hablando de los 60 no del 1800. Lo que pasa es que a ti y a mí, en la dictadura, nos incrustaron que esto era para expertos y de cierta edad. Se lo dije a Matthei, tu generación se dedica todo el día a usar el diario mural El Mercurio para meternos miedo.

Corre 1974, Juan Domingo Perón muere en Argentina, la película El Padrino II gana seis premios Oscar y Richard Nixon se ve forzado a renunciar a la presidencia de Estados Unidos. El último día de Miguel es el primer sábado del mes. Es primavera, 5 de octubre. Muchos años después un día como ese los opositores al régimen militar festejarían su triunfo. En quioscos, la revista juvenil Ritmo con poster de Cat Stevens de regalo y David Carradine, el protagonista de la serie Kung Fu, en portada.

Por la tarde, la noticia se ha esparcido y en La Habana el cantautor Pablo Milanés, triste, ya le ha escrito una canción: Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada… A más de 10 mil kilómetros es noche de sábado y Manuela, que está joven y también delgada, se entretiene con amigos en alguna brasserie de la ciudad luz. Ríe con esa sonrisa suya hasta hoy día generosa, mientras una amiga la releva en el departamento 127 de la Rue Raymond Losserand. Marco, de un año y cuatro meses, que ha conseguido abandonar el color gris con que se fue de Chile y se ha ido poniendo color miel y precioso, duerme con pañales limpios en su cama. Una lámpara encendida le está espantando los miedos de niño cuando desde el otro lado del mar alguien rompe el silencio del departamento, haciendo sonar el teléfono. Es la noticia que Manuela sabía, en cualquier momento, les iba a llover, la noticia que paradójicamente, gracias a la caprichosa lógica infantil, le ahuyentará a él, y para siempre, los miedos, porque cuando tenga cuatro años y pregunte “mamman, qui est mon père?”, ella, que habrá decidido ser dura con él porque la vida les ha demostrado que lo es, le responderá sin titubeos: “Ton père est mort, assassine”. Si a mi papá lo mataron a balazos, se le antojará entonces concluir a él, yo no tengo por qué ni de qué estar asustado.

Y la madre intentará sin éxito que el niño crezca alejado de cualquier fanatismo épico por el padre. Y serán muchos los huérfanos de Miguel que irán a París y querrán conocer a su hijo y contarle su historia. Y cuando el niño aprenda a leer, ella querrá saciar su sed y le entregará un álbum, uno de recortes de diarios de ese médico cirujano penquista convertido en símbolo, mito y leyenda de la lucha apasionada y, a pesar del idioma, el niño le dedicará horas y horas. Miguel, el Che Guevara chileno, homenajeado en Cuba, gran lector, estudioso, orador y polemista que también asaltó bancos por la causa, algo déspota y encantador a la vez, un Stalin simpático (como lo recordará uno de sus hermanos).

–Yo muero de amor por ese señor y de admiración absoluta, aunque no lo conocí nada –dirá ya Marco de mayor–. La Manuelita sabe que es nieta de un hombre que murió por sus ideas y que eso la tiene que llenar de orgullo. Probablemente yo habría hecho lo mismo que él, pelear contra la dictadura con armas, aunque con menos talento que él, seguro.

“Comprarse muebles era considerado poco revolucionario, como un acto de rendición intelectual. Pero mi mama compró sofá y un buen sofá. Yo tengo un hijo y él tiene derecho, fue lo que dijo. Le recomendaron que el niño no se integrara tanto y ella no estuvo de acuerdo. No, que pase bien su infancia, que sea parisino, que disfrute. Y fui un niño de barrio bajo francés. Por eso la quiero tanto, me protegió, a mucha gente de mi edad al revés, la mandaban a Cuba, la tenían en la tensión de que tenían que volver”.

El general Manuel Contreras y el brigadier Miguel Krassnoff, los dos hoy presos en Chile, se han jactado de haber matado a Miguel Humberto Enríquez Espinoza. Si no lo hubieran hecho el secretario general del MIR sería un señor de más de siete décadas que tal vez seguiría llevando bigote ancho y practicaría gimnasia, una hora diaria, por la importancia del estado físico en la lucha revolucionaria. “Mi padre hoy sería progresista”. Progresista de PRO, el partido de centro izquierda en el que los partidarios de Marco se agruparon. Así también –progresista– se ha declarado el padrastro, Carlos Ominami, que renunció a una vida en el Partido Socialista para seguir a ese único hijo suyo que, desde pequeño y sin que nadie se lo haya enseñado, acostumbra abrir la puerta del auto a las mujeres. A la abuela Rivas le gustaba decir que lo bien educado le venía de la familia Enríquez de Concepción y a Marco le complacía aún más escucharlo. Apenas pudo, corrió a encontrar a su familia paterna. Durante ocho años almorzó tres veces por semana con un hombre que cuando se reía, lo hacía con todo el cuerpo, igual que Miguel. Un hombre que hablaba de la sinrazón de los poderosos con el alma encendida. Edgardo Enríquez Frödden. Su abuelo que la dictadura tomó prisionero en la Isla Dawson, el médico al que le mataron dos hijos, Edgardo y Miguel. El rector de la Universidad de Concepción, el último Ministro de Educación que tuvo Salvador Allende. Firme defensor de una educación pública gratuita, heredó su sello al nieto, porque en la educación, dice Marco, está su respuesta a cualquier pregunta sobre qué hace en política.

-¿Quiénes son tus amigos en política?

-No tengo amigos de la política, no confío en ellos, a diferencia de Carlos, que todos sus amigos son políticos. En esta casa un diputado no ha entrado en los últimos… Ojalá los diputados y los senadores escribieran libros, pero escriben repoco, teniendo los mejores sueldos de la república. Es un mundo muy masculino, en el peor sentido de las palabras. Mis conversaciones más intensas no son con Fulvio Rossi, me explico.

-¿Dónde encuentras el placer en este trabajo?

-Me emociona la posibilidad de desactivar la competencia en una sociedad de privilegios que es monstruosa. Yo fui discriminado. Cuando estudié en la Chile, era odiado porque era hijo de Carlos, el ministro de Economía; cuando vivía en el barrio alto, era hijo de Miguel, que era un terrorista. A mi mamá en la panadería la miraban en menos porque no pronunciaba bien el francés. A mi abuelo Gumucio los mozos franceses le decían repita bien, repita, como obligándolo a pronunciar bien su pinche café.

-¿Por dónde se empieza?

-Por la educación gratuita. Si te quedas lisiada, si mueres en un accidente de avión, tengas o no tengas seguro de vida, vayas a usarlo o no para tus hijos, sería bueno que supieras que hay un derecho estatal que te va a proteger en eso.

En 1982 aparecieron los primeros nombres de exiliados chilenos que podían regresar al país.

-Con un lápiz en el poto hizo las listas de exiliados Pinochet. Un día llegué del colegio, tenía 10 años y mi abuelo estaba muy contento, había aparecido su nombre, amaba Chile y me dijo nos vamos. Pero yo no podía, el mío no todavía.

Volvió el padrastro, volvieron los primos con los tíos, volvieron los abuelos y Marco se quedó en París con su madre. Ella se negó a volver. Pero extrañaban, lloraban al teléfono, tan caro que apenas habían empezado ya tenían que colgar. Cuando ya era 1986, ella se quiebra. Llevamos tres años solos, hijo, navidad solos, todo solos, volvamos. Y en mayo de ese año él se vino y ella se quedó, tenía que cerrar sus trabajos y cerrarlos bien por si después no se adaptaban y querían regresar. Los compañeros de colegio lo acompañaron hasta el aeropuerto Charles de Gaulle. Nunca había hablado español, sólo leía y escuchaba y, sin embargo, el idioma no fue el problema. Regresó en invierno. Chile es fascinante, le dijo su madre, vas a ver, vas a jugar en la calle y… Eran los recuerdos predictadura de Manuela. El púber francés de casi 13 años llegó a este país sudamericano donde no se acordaba haber vivido y todavía gobernaba el dictador que tanto daño le había hecho a su familia. Acá existía el toque de queda y una patrulla militar, recordaría después él, quemaba con combustible a dos jóvenes en una protesta. Además un periodista, dirigente del MIR como su padre, era asesinado y también lo trataban de asesinar a él, al dictador. Pero lo que más lo desconcertó y sigue haciéndolo hasta hoy, 17 años después, fue otra cosa. Chile era y es un país clasista. En Francia había sido compañero de gitanos, árabes, indios y musulmanes y nunca supo sus apellidos. Acá los apellidos tenían “un valor colonial”, incluso preguntaban el segundo apellido. Había llegado al mundo de la competencia. Dice que no conoce país más competitivo que este.

“En el Saint George existe un concurso. Se llama all best alumno de la generación. Es un crimen. Teníamos que ir al gimnasio el último día de colegio de cuarto medio, a conocer al best georgean. Le leían sus atributos, era buen amigo, buenmozo, buena persona… lo están matando a él y a nosotros. No te pueden decir, a los 17 años, que eres el mejor y en todo. Lo teníamos que aplaudir. Imagínate, si dicen que yo no soy ni buen amigo ni nada y con mi mamá al lado, ¿por qué tengo que aplaudir? Es la locura de un modelo educativo de economistas”.

Todos los años desde que fue un estudiante universitario, los partidos de la Concertación, los que consiguieron que la dictadura agendara su retiro, le ofrecieron al hijo de Miguel Enríquez ser candidato. Él se replegó en el cine, seguramente como forma de oponerse a ese destino obvio. Pero ya casado, ya padre, accedió y fue candidato y, una vez elegido, lideró las críticas a la forma tradicional de hacer política.

–Yo venía del mundo de la cultura, donde es un valor decirse buenos días. Entonces, ¿cómo me acusaste de algo falso? Es queee, para que negociemos. Pero me dijiste corrupto. Aaah, yaaa, ¿qué importa? Salió escrito, me deja algo que me duele, acá. Es que eeesto es sin llorar, esa frase vulgar que tienen.

El diputado díscolo, lo llamó la prensa. Pero cuando iba a terminar su período, no sintió ganas de seguir. Desesperanzado, convencido de que el Congreso era “un lugar profundamente improductivo”, reparó en que tenía la edad para ser Presidente de la República (el ex presidente Ricardo Lagos había conseguido que una reforma bajara el requisito de 40 a 35 años, su edad de entonces). Porque “con esa generación de políticos, las grandes transformaciones no van a ocurrir”, le dijo adiós a la Concertación, que no le permitía presentarse, corrió sin partidos y pensó que podía ganar.

A Meo lo iban a matar en cualquier momento. Debe ser precisamente eso lo que a él más le gusta. “En el fondo, gran parte de mi familia y yo mismo no debimos haber sobrevivido”. Meo vivía en Puente Alto, en la calle. Después lo agarraron y entonces se pasó los días encerrado. Ahora corre alegre por el jardín, está limpio y bien alimentado. Es un perro agradecido, dice Marco, que lo rescató de una perrera para regalárselo a su esposa, Karen Sylvia Doggenweiler Lapuente.

Karen, la esposa, es periodista como Manuela, la madre. Karen, la esposa, es mayor (cuatro años) que Marco. Manuela, la madre, es mayor (siete años) que Carlos, el padrastro. Karen, la esposa, ya era madre de Fernanda cuando Marco la conoció. Manuela, la madre, ya era madre de Marco cuando se encontró con Carlos. Carlos quiso al niño como propio. Marco quiere a la niña como suya. No es un trabalengua ni una adivinanza, pero sí para preguntarse ¿y la madre?, psicoanalíticamente hablando digo, remedando a Marco: ¿no habrá que matar a la madre también?

“Y si un rico quiere que su hijo estudie en el Nido de Águilas, paga por eso. Son las cosas que hacen a los países más prósperos, una cantidad de derechos que pueden o no activarse, pero que tú sabes que existen. Esa es mi pelea, es con el Chile que no nos hemos dado cuenta porque no nos hemos divorciado de este patrón cultural. Pinochet trajo economistas, no trajo filósofos. Tenemos un presidente economista, tres candidatos presidenciales economistas, los tres últimos Ministros de Educación economistas. En este país los economistas son considerados los políticos más preeminentes. Hay una adoración al tema de la gestión, el incentivo y los rankings. Soy enemigo de eso, no porque no crea en los economistas, porque son muy importantes, pero no creo en la doctrina de la competencia”.

Karen se levanta como todos los días, al alba. Salta a su clóset en busca de ropa negra y roja y parte rauda al set de TVN. Marco Enríquez-Ominami va al matinal a hablar del alto rating de la serie que dirige, La Vida es una Lotería. Es el año 2002. A ella le parece un tipo atractivo. Ha leído sus entrevistas. Pero está separada de un marido que la golpeaba y, después de eso, ¿qué es fácil después de eso? Y Marco con su fama de seductor que enamora actrices no ayuda. Pero en un corte comercial ella se da ánimo y se lo dice. Se ha vestido con los colores del MIR para él.

Un año estuvo Marco dejándole recados en el buzón de voz y, cuando al fin ella dijo que sí, se besaron en la primera salida. “En sólo horas confirmé que era brillante, buenamoza, con vocabulario y con ideas sobre la actualidad”. Apenas partió la relación él le dijo, Karen, mira, las parejas se hacen trampa, fíjate que se conocen de determinada manera, se gustan así y después de un tiempo, uno de los dos dice quiero que cambies. Yo no te voy a pedir nunca que hagas algo distinto a cómo te he conocido, tú tampoco me lo hagas a mí. Al mes le regaló un anillo y le pidió matrimonio. Se casaron el domingo 7 de diciembre del 2003 a la hora de almuerzo, al sur de Santiago, en una viña. Ella se vistió de blanco y largo. Él tenía 30 años (la edad de su padre al morir), estaba delgado como no ha vuelto a estar y no usó corbata. Es cuando más parecido a Miguel ha estado. Exactos nueve meses después, llegó la Manuelita, una niña silenciosa y observadora como él mismo de niño.

Además de dos hijas, una argolla y una casa, Karen le regala su tiempo, abandona su trabajo para las campañas de su marido y lo acompaña. Los veo entrevistados en televisión.

–Mi mamá me regala manuales –dice él–. A los 15 años me regaló «¿Cómo hacer el amor a una mujer?».

–Ese no lo leíste –dice ella.

–Sí lo leí –se defiende él.

–No, no lo leíste.

-Sí, sí lo leí.

Y siguen así, un rato, entres risas.

Marco aprendió de su madre y su abuela a reírse de sí mismo. En esta casa yo soy el gordo, el derrotado, un momio, fome, el Carlos Larraín, el avaro, el… Por eso cree que lo suyo es la comedia pero yo no lo creo. Se equivoca, lo suyo fue la comedia pero ya no lo es.

“Votar por Bachelet no es votar por ella, es votar por Enrique Correa. La ambigüedad no es un accidente sino una estrategia y él está detrás, articulando lo que finalmente es una lógica de pensamiento flojo. Esta es la primera vez en 24 años que tienes a los fácticos en una elección presidencial pidiendo desde sus casas que gane Bachelet, que gane Bachelet para que nada cambie”.

El living de paredes blancas debe ser norte porque está soleado esta mañana de primavera. Hay vigas de madera en el techo y más madera en el piso. Las ventanas abiertas dan a una terraza donde en algunos maceteros de greda crecen flores. Hay dos sofás blancos dispuestos en una ele, una repisa de piso a cielo con libros que esconden su lomo (están puestos al revés para que nadie sepa lo que lee, para que nadie los pida) y un diván rojo. Se acaricia constantemente el pelo con la mano derecha donde usa la argolla de matrimonio en el índice. Tiene una alfombra kilim bajo sus zapatos negros con poco uso, cordones y buen cuero. Le encanta estar en su casa, me dice, y le veo las sienes, que se le encanecieron desde la campaña presidencial del 2009. ¿Cuántos años de vida costará cada una de estas campañas?

Bueno, ya esa enfermedad, que para algunos se llama juventud, está resuelta, enfatiza él con sorna. Aunque todavía el cuerpo no le ha pedido rechazar un café cargado, se le siente mayor. Aprendió a respirar, mejoró su dicción con un fonoaudiólogo. Las palabras no se le atropellan tanto como antes, aunque todavía no es fácil entenderle. Dice que el torrente le brota de puro hambre de provocar y remecer a una élite, una burguesía, un barrio alto autocomplaciente. A veces esa lengua, mordaz como la de su madre, se le arranca de la boca y sale a recorrerle los labios, los toca con la punta, los humedece. Fue el humorista Stefan Kramer quien le descubrió el gesto, él no se había dado cuenta. “La Karen encuentra que es mala educación, que es de caliente y no erótico”, ha dicho él. La camisa es celeste, de buen algodón, sin colleras. El terno, gris. La corbata, roja. «Los candidatos presidenciales están infantilizando a los chilenos», dice con la voz cansada y algo en ese timbre áspero me trae a la memoria el nombre de su documental: Los héroes están fatigados.

Se confiesa más sabio, cuida su dieta, su sueño, duerme siesta los domingos y a veces se da un gusto y llega a la casa a las 8 para comer con las niñitas y ayudarlas en las tareas. Está contento porque tiene salud, porque tiene amor. Parece como si finalmente hubiera sido posible civilizarlo, doblegarle ese espíritu rebelde que todavía se le asoma en ese pelo liso, como el de Miguel, que cada tanto se tiene que retirar de los ojos. Parece como si a punta de coscachos y sosiégueses hubiera llegado a puerto. No sabe qué sería de él sin la Karen, sin esta familia con las niñitas. Apoya un brazo en el sofá blanco y se sostiene la cabeza como si le pesara. Habla del miedo, de su madre cuando se enteró de su primera candidatura presidencial. Marco, te puede pasar algo. ¿Qué, mamá? ¿Qué?

Me mira sin miedo a las entrevistas, tiene los ojos oscuros, unas cejas pobladas. Es un mal melómano, le gusta el silencio. Cruza los brazos, igual que su madre, no porque esté a la defensiva, sino buscando estar cómodo. Habla del derecho al ocio. El ocio no es hacer nada, sino escucharse, me explica. Y esos momentos de ocio son sin finalidad y en Chile, por supuesto, están prohibidos. Por la competencia, la competencia, la competencia. Su majestad la competencia, pienso. Todo porque nuestros líderes, dice, son responsables pero no tienen corazón. Y entonces lo recuerdo en agosto pasado, afuera del Servicio Electoral, con su segunda candidatura recién inscrita. “Depende de cada uno que Chile sea el país más justo de América Latina, donde un patrón toma un café con su nana en el mismo restorán, donde los hijos de la nana estudian con el hijo del patrón”.

–Conozco niñas de tercero medio de barrio alto que tienen ensayos PSU. ¡Córtala! ¿Y la contemplación, la emoción, el ocio? Todo eso, tapa, tapa, tapa. Dinero, dinero, dinero, pero no en términos de una reflexión hippie sobre el rol del dinero, sino que el dinero supone competencia y la competencia un estado emocional y los chilenos manejan como si estuvieran compitiendo en un rally. La gente compite, lo ves en la calle, los niños compiten, encuentran normal competir.

No ha mirado su Blackberry ni el reloj que ya no es Cartier y a mí me entran unas ganas de cantarle. Quiero dedicarle esa canción, la de Charly García que él usó a los 22 años en Casandra, su primer largometraje. Aprendí a seeeer formal y cortééés, cortándome el pelooo una vez por meees, lalalá… y es que nuuunca me gustóóó la sociedaaad… Mientras, él habla de la prudencia y de los presidentes. Cuando Piñera ganó estaba demasiado contento y Aylwin se veía acongojado. Bachelet cuando se fue dijo ¡lo hicimos! Y Aylwin se despidió repitiendo este país es muy injusto todavía.

Me quiere ayudar y me va prestar un manual para que converse mejor con mi hijo más chico. Nunca una pregunta plebiscitaria del tipo «¿cómo te fue hoy en el colegio?», sí un «te veo contento». Se pone de pie, me pide que lo acompañe y empieza a caminar. Lo sigo detrás. Tiene las piernas gruesas y cortas, el traste grande, pero la chaqueta con dos aberturas atrás lo ayuda. Cruzamos el pasillo de los dormitorios y llegamos a su pieza. Las sandalias de taco de la Karen están en el piso y yo me acuerdo de su abuela Rivas, la del peo del presidente Frei. A ella le parecía una indecencia dormir en la misma cama que el marido, pero aquí hay sólo una y es matrimonial.

 

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