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Qué hay en la cabeza del «hombre más feliz del mundo» Matthieu Ricard se presentó este viernes en el auditorio de Pregrado de la UAI

Qué hay en la cabeza del «hombre más feliz del mundo»

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En la práctica, un exceso de actividad en la parte prefrontral izquierda de su cerebro que se traduce en un aumento de su capacidad para ser feliz y menos negativo. Pero más allá de lo que un electroencefalograma puede registrar, este monje budista francés es dueño de una forma de concebir el mundo que trasciende conceptos individualistas como la economía y la depredación de los recursos, y que plantea que en comunidad podemos todos ser tan felices como él.


Este viernes, un monje budista de 68 años y de origen francés se paró frente a 700 personas –la mayoría estudiantes– en el auditorio del edificio de Pregrado de la Universidad Adolfo Ibánez, en la sede ubicada en la punta de la loma, en lo más alto de Peñalolén, más allá de donde termina avenida Grecia, desde donde se pueden ver ordenadas en hileras opuestas las casitas de latón y paneles viejos, y los condominios con piscinas, quinchos y el station wagon estacionado en la entrada.  Envuelto en su túnica burdeo que le cuelga hasta los tobillos, los calcetines cortos asomados del mismo color y los pies enfundados en un par de zapatillas Vans nuevas, el hombre habló de cosas simples, como la felicidad y la vida en comunidad; y otras no tanto, como el cambio climático, la economía contemporánea y los efectos que puede tener la meditación compasiva en el cerebro de una persona. Todo para graficar cómo el egoísmo y el afán por individualismo con que ha actuado el ser humano en los últimos 50 años ha derivado en la depredación del planeta y de sus recursos a un punto irreversible, así como en las crisis políticas y sociales que golpean con dureza a los países más pobres, y en un sistema económico competitivo y excluyente.

El hombre, que habla en un inglés de acento dudoso y escurridizo, se llama Matthieu Ricard, aunque otros lo llaman “el hombre más feliz del mundo”. El peculiar apodo tiene su origen en una investigación llevada a cabo por el neurocientífico Richard Davidson, quien aplicó un cableado con 256 sensores al cráneo del francés mientras meditaba, en el marco de un estudio sobre la plasticidad del cerebro de los monjes budistas tibetanos. El análisis buscaba ahondar en cómo las prácticas contemplativas pueden modificar el cerebro humano, no sólo en lo funcional sino también en lo estructural. Los escáneres revelaron resultados nunca antes vistos: el cerebro de Ricard mostró un exceso de actividad en el corte prefrontal izquierdo que superaba con creces la de la zona derecha, aumentando su capacidad para ser feliz y disminuyendo la propensión a la negatividad. En una escala que arrojaba 0,3 cuando la persona era “muy infeliz” y -0,3 cuando era “muy feliz”, Ricard registró -0,45.

Al final del encuentro, algunos de los asistentes pudieron levantar la mano y plantearle a Ricard sus dudas. Como era de esperarse, uno de ellos le preguntó por el famoso apodo y qué se sentía ser “el hombre más feliz del mundo”. Pero el monje explicó modestamente que aquel seudónimo lo había acuñado un periodista y que, con el paso del tiempo y a medida que crecía su reputación internacional, se había ido quedando pese a su reticencia. Relató que en su momento, y no obstante la insistencia de la prensa, debió excusarse ante sus compañeros budistas que, al igual que él, podían fácilmente ser llamados también “los hombres más felices del mundo”.

Pero Ricard no fue siempre un hombre de meditar. Nacido en 1946 en la ciudad de París, hijo de un renombrado filósofo francés y una reconocida pintora, creció infiltrado entre conversaciones sobre arte y ciencias que sus padres sostenían con reputadas personalidades y amigos del mundo intelectual francés de aquellos tiempos. En el Instituto Pasteur y patrocinado por el biólogo François Jacob –galardonado con el Nobel en 1965–, consiguió el doctorado en Biología Molecular, aunque a poco de concluir su tesis renunció a su carrera científica y se volcó hacia el budismo tibetano. Desde 1972 que despierta día a día con los picos himalayas asomados a su ventana, al tiempo que comparte la experiencia de la vida en comunidad al interior del monasterio de Shechen, que hoy codirige, y que provee de atención médica, educación y otros servicios sociales a la población más vulnerable de Nepal.

Y aunque lejos de las aulas y los laboratorios occidentales, el francés ha sacado adelante sus propias investigaciones, junto con decenas de libros y otras publicaciones. Desde el 2000, Ricard ha sido miembro activo del Instituto para el Pensamiento y la Vida, y en ese marco participa en estudios científicos que buscan dilucidar la relación entre entrenamiento de la mente y la plasticidad del cerebro. En esta línea, el investigador de la mente humana expuso durante su intervención frente al alumnado de la U. Adolfo Ibáñez los resultados de un electroencefalograma realizado a personas que practicaban la meditación –la exclusión de las ideas para dar paso a la contemplación– a secas y a otras que practicaban la meditación compasiva. Mejor conocida como “Karuna”, esta última busca desarrollar la bondad y la compasión, que no es lo mismo que la empatía, según precisa el propio Ricard durante su exposición. La primera evoca siempre sentimientos positivos que colindan con el amor y la felicidad; la segunda, asociada más al Occidente, puede desatar emociones de odio, frustración y tristeza, llegando incluso a destruir a quien acoge el sentimiento. La empatía debe ir acompañada del amor y de la gentileza, asegura el gurú, de lo contrario es como un molino de agua sin agua. Los resultados de los exámenes impartidos a quienes meditaban de estas dos formas revelaron que quienes practicaban la meditación compasiva manifestaban, al igual que el propio Ricard, modificaciones en sus circuitos cerebrales, en las zonas donde se expresan los sentimientos y emociones hacia otros. Los resultados de estas investigaciones motivaron programas que se impartieron a niños de cuatro años, que a la larga mostraron importantes progresos en su forma de relacionarse y redujeron la discriminación.

Hace varios años ya que este monje francés recorre el mundo parándose frente a multitudes y dictando charlas sobre lo que han arrojado estos experimentos, que vinculan además la compasión con la vida en comunidad y la preocupación por el prójimo. Para Ricard, gran parte de los males que azotan al mundo contemporáneo –el calentamiento global, la pobreza, la precariedad en salud y educación, la economía–  se explican mediante una carencia de estas dos. Por el contrario, aseguró el budista durante su exposición, un alto respaldo social favorece la sanidad mental, la longevidad y la capacidad para vivir en comunidad, y además reduce los problemas cardíacos y el abuso de sustancias.

En medio de este prometedor panorama, un inconveniente surge de la mano de una de las prácticas más antiguas de la civilización: la economía. “Economy could never take care of common goods” («La economía nunca podría hacerse cargo del bien común»), explica el monje. No importa cuánto se esmere alguien en confiar en el sistema y apostar por el beneficio mayoritario, a la larga la seguidilla de desilusiones terminará desincentivando las buenas intenciones del postor. O sea que para erradicar el individualismo, que ha sido precursor de los mayores desastres naturales y energéticos de nuestra era, habría que cerrar las bolsas comerciales de todo el mundo, al menos como se les conoce hoy en día. Eso o hacer un esfuerzo magnánimo por convencer a todos los corredores de confiar el uno en el otro, dejar a un lado la competencia y trabajar en equipo para que todas las acciones subieran y ninguna bajara, y al final de la jornada África recibiera lo justo por sus materias primas y Korea gozara de una abundante mano de obra que, aunque muy trabajadora, viera bien recompensadas sus extenuantes jornadas.

Es raro oír hablar a Matthieu Ricard. Raro, pero bonito. No por nada termina la charla y decenas de estudiantes extasiados y sonrientes se abalanzan desde las graderías hacia el escenario para fotografiarse con él o compartir una que otra interesante observación. Pero es raro porque estamos hablando de Chile, un país donde históricamente se puja por uno mismo o, a lo sumo, por el grupo familiar o el estrato social que se representa. Es raro porque vivimos en un país donde, pese a las buenas intenciones de tantos Ricard, las farmacias se coluden, la salud y la educación son para unos pocos, y la riqueza de cuatro familias –Luksic, Matte, Paulmann y Angellini– equivale al 20% del PIB. Un país donde las autoridades se jactan de los avances en empleo y economía, pero en los índices de la OCDE sobre la calidad de vida sigue figurando entre los cuatro países con peores resultados.

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Créditos: University of Wisconsin-Madison News

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