La pregunta es si hay justificación para diferenciar establecimientos pequeños de establecimientos grandes, desde el punto de vista del riesgo de que intenten eludir la prohibición de retirar utilidades. La razón es que mientras más sean los estudiantes, mayores serán los recursos envueltos, y entonces más probable será la ocurrencia de lo que la ley pretende evitar (el retiro encubierto de utilidades)
La Ley de Inclusión dispone que, cuando se solicite la subvención por primera vez, se concederá “solo en caso de que exista una demanda insatisfecha por matrícula que no pueda ser cubierta por medio de otros establecimientos educacionales que reciban subvención o aporte estatal, o que no exista un proyecto educativo similar en el territorio en el que lo pretende desarrollar” (nuevo art. 8° DFL 2/1998). Los senadores alegan que esto contiene una “prohibición a la apertura de nuevos colegios subvencionados, salvo que se verifique condición determinada a sola voluntad de la Administración”.
La descripción de la regla que impugnan es abusiva. Es falso que aquí haya una “prohibición de apertura de colegios”, porque dicha norma no prohíbe la apertura de nuevos colegios, sino establece condiciones nuevas a quienes por primera vez soliciten la subvención. La cuestión de fondo es si esa nueva condición es inconstitucional (veremos que no lo es). Pero nótese que esta cuestión se refiere a las condiciones para acceder a la subvención, no a condiciones para la apertura de nuevos establecimientos.
Tampoco es una condición que dependa de “la sola voluntad de la Administración”, sino de que concurra una de dos posibilidades tasadas por la ley, a saber: una demanda insatisfecha por matrícula o que no exista un proyecto educativo similar en el territorio. De nuevo, podrá discutirse (lo haremos en breve) si esas condiciones son razonables o no, pero es claro que la regla del proyecto no es igual a otra que condicionara el acceso a la subvención a la sola voluntad de la Administración. Imaginemos una regla de este tipo: una que dispusiera, por ejemplo, que “para acceder a la subvención escolar será necesaria la aprobación de la Administración, que podrá ser dada o negada discrecionalmente”. Cualquiera que sea el mérito de la regla real, hay una diferencia considerable entre ella y este ejemplo imaginario. Pero los senadores describen la realidad como si correspondiera a la imaginación.
Estas descripciones de la ley impugnada están contenida en una presentación firmada por senadores de la república y patrocinada por profesores de derecho, de quienes uno esperaría algo más de rigurosidad. Al describir torcidamente las reglas ellos hacen más difícil identificar correctamente lo que está en discusión. En la tercera columna hemos visto ya otro caso de falsa descripción: el senador Hernán Larraín hablaba de un enteramente inventado “derecho fundamental a las primarias”. Pero entonces se trataba de un comunicado de prensa redactado por un senador, que podría explicarse por el ideologismo y dogmatismo característico de la UDI (En la comisión de educación del Senado el senador Larraín sostuvo que la expansión de los servicios públicos, que en Europa acompañó el surgimiento de los derechos sociales, era el modelo de países “como Corea del Norte”). Ahora no hablamos de un comunicado de prensa, sino de una presentación formal patrocinada por dos abogados y profesores de derecho. Estándares mínimos de ética profesional deberían llevarlos a no intentar confundir la cuestión mediante descripciones a sabiendas incorrectas. Esto es otra demostración de que lo que llega al Tribunal no es sino discusión política, que no se somete siquiera a estándares mínimos de rigor “técnico-jurídico”.
Veamos el problema de fondo. La regla que los senadores impugnan implica que será de cargo de quien quiera acceder por primera vez a la subvención mostrar que en el territorio respectivo hay una “demanda insatisfecha” o que su proyecto educativo es distinto de los ya existentes. Es decir, quien pretenda acceder a la subvención tendrá que mostrar que hay un interés público en el nuevo establecimiento, un interés que va más allá de su cálculo individual. La exigencia parece razonable atendido el hecho de que los recursos con los que el Estado cuenta para subvencionar establecimientos educacionales son limitados. Claro, esto podría ser problemático si se tratara de un mercado, porque en el mercado cada uno asume el riesgo de que su negocio no logre atraer suficiente demanda. Como el emprender solo arriesga lo suyo, no tiene sentido exigir que cada nuevo emprendimiento satisfaga un interés adicional al de quien está dispuesto a asumir ese riesgo. Pero se trata de que la educación deje de ser un mercado. ¿Creerán los senadores que la constitución exige que la educación esté organizada como un mercado? En ese caso, sería bueno que lo dijeran. Quizás es para no decir esto que describen las reglas de modo notoriamente incorrecto.
La apelación anterior al “interés público” no es una apelación desnuda al juicio o a “la sola voluntad” del funcionario. Las condiciones están vinculadas precisamente a lo que, según reflexionan los propios requirentes, constituye el “fundamento filosófico” de la libertad de enseñanza. Ellos nos explican que ésta se justifica en la idea de pluralismo y diversidad educativa, por una parte, y en la libertad de los padres de elegir. Son estas dos finalidades las que protege la condición alternativa que aquí se objeta: tratándose de nuevas solicitudes, podrá impetrarse la subvención cuando (a) haya demanda insatisfecha o (b) se trate de un proyecto educativo original que amplía las opciones de los padres. Es decir, el futuro sostenedor siempre podrá obtener la subvención cuando pueda justificar su proyecto a la luz del propio “fundamento filosófico” de la libertad de enseñanza. En caso contrario, esos recursos estarán mejor usados en los proyectos existentes.
De esta forma, la regla impugnada no restringe desproporcionada o injustificadamente la libertad de enseñanza, sino solo la sujeta a un control de racionalidad en la inversión de recursos públicos escasos: (i) permite abrir nuevos establecimientos educacionales sin nuevas exigencias o condiciones; (ii) impone a los que por primera vez soliciten la subvención condiciones razonables, que vinculan el acceso a la subvención precisamente a los fines que la justifican; (iii) asegura que entregará recursos cuando exista una demanda por educación insatisfecha o cuando no exista un proyecto educativo similar al que los padres puedan optar, respetando así el derecho de los padres a elegir.
Para justificar su impugnación, los requirentes parafrasean la desafortunada declaración del Tribunal en el rol 410 (véase la tercera columna de esta serie): “el aporte estatal no es una concesión o contribución graciosa que se dispensa al arbitrio de la autoridad pública o por disponerlo así la ley […], sino que se trata de una contribución obligatoria para el Estado, con el objeto de financiar la educación básica y media gratuita”. Hemos visto que la afirmación de que entregar la subvención es “una contribución obligatoria para el Estado” es ambigua. Es correcta, aunque trivial e impertinente, si significa que el Estado tiene el deber de entregar la subvención en conformidad a la ley. Trivial porque solo significa que la ley obliga, lo que es parte de la naturaleza de la ley. Impertinente porque lo discutido es si las condiciones legales para el acceso a la subvención pueden cambiar. Es falsa, por otro lado, si significa que el Estado tiene un deber constitucional de subvencionar educación particular que le impediría fijar más que condiciones estrictamente mínimas. La constitución establece un deber para el Estado de financiar un sistema gratuito de educación, pero no especifica la forma que este sistema ha de adoptar. El actual régimen de subvenciones educacionales tiene un estatuto puramente legal, no constitucional. El “derecho [constitucional] a la subvención”, que invocan los requirentes es tan imaginario como era el derecho constitucional a las primarias.
Los requirentes adicionalmente alegan que la nueva regla introduce una discriminación arbitraria, entre “incumbentes y desafiantes” (nótese que los recurrentes no pueden evitar usar el lenguaje propio del derecho de la libre competencia), porque la nueva condición se aplica sólo a quienes solicitan la subvención educacional por primera vez. Esto muestra que los requirentes miran al sistema educacional no desde la perspectiva de quienes tienen derecho a la educación, sino de la perspectiva de los (nuevos) emprendedores que quieren invertir sus recursos para obtener utilidades. Porque son éstos los que se quejarán de que los que ya tienen una “cuota de mercado” (los «incumbentes») seguirán gozando de ella y será difícil «desafiarlos». Si el sistema educacional es entendido como un conjunto de empresas que compiten entre sí para acceder a cuotas de mercado, podría quizás acusarse una discriminación arbitraria. Pero si se trata de un conjunto de establecimientos que educan ciudadanos, la distinción es razonable. En el mercado todas las empresas están expuestas a perder en la competencia; pero en un sistema educacional hay un interés público evidente en que los establecimientos que ya existen sean exitosos.
La lógica de mercado que subyace al requerimiento asume que cada cliente está siempre atento para cambiarse al oferente que le haga una mejor oferta. Pero en educación eso no es así, porque un establecimiento es una comunidad educativa, y no puede esperarse que los estudiantes estén siempre dispuestos a seguir señales de mercado para cambiarse como quien se cambia de un supermercado a otro. Por eso tratándose del sistema educacional es razonable que el Estado asuma una posición distinta que la que debe asumir respecto de un mercado (en que debe mostrar imparcialidad entre todos sus participantes actuales y potenciales), adoptando políticas que tiendan a fortalecer a los establecimientos existentes. Esto podrá frustrar a los “desafiantes”, pero su interés debe ceder ante el interés de los estudiantes, que tienen, después de todo, derecho constitucional a la educación.
Finalmente, los senadores requirentes impugnan una regla que describen diciendo que impone una “obligación inconstitucional de ser Comodatario o Propietario” (p. 68; las mayúsculas son de los requirentes). La descripción es incorrecta otra vez: la ley no “prohíbe” sino pone condiciones para impetrar la subvención.
Se trata de una regla que pretende crear un sistema que haga difícil el desvío de recursos estatales a fines no educacionales. Su naturaleza instrumental, sin embargo, no merma su importancia. Si el legislador ha decidido prohibir el retiro de utilidades, tiene el deber de configurar un sistema que haga probable que la regla se cumpla, tomando suficientes provisiones para impedir que sea burlada. Hoy es claro que la sola prohibición no basta. Si sabiendo lo ocurrido en el “mercado” universitario el legislador decide excluir la provisión con fines de lucro del sistema escolar, no puede decirse que sea arbitrario que regule o incluso excluya los arrendamientos. Cuál de estas opciones (y qué regulaciones) ha de ser elegida es una cuestión de juicio legislativo.
El requerimiento alega que el llamado “principio de proporcionalidad” obliga al legislador a elegir las medidas que “impliquen una limitación menor de los derechos” (p. 71). Esto es incorrecto en su aplicación a este caso, porque aquí hay derechos a ambos lados: es en atención al derecho a la educación que el legislador quiere adoptar reglas eficaces que excluyan la posibilidad de que la regla que prohíbe el lucro sea burlada.
En todo caso, el legislador ha sido cuidadoso en evitar que esta regulación lleve al cierre de establecimientos: ha dado 25 años de plazo a los sostenedores para comprar el inmueble respectivo; ha permitido que parte de las subvenciones se destinen a ese fin; ha autorizado a los establecimientos existentes a arrendar siempre y cuando se sujeten a condiciones que evitan retiros encubiertos y ha permitido la fórmula de un “contrato de uso de infraestructura para fines educacionales”.
Si el legislador decidiera prohibir la educación provista con fines de lucro y fuera ciego a lo que sabemos que ocurrió con las universidades, uno debería decir que el legislador está incumpliendo su primer deber, que es el de asegurar que la ley sea ley, es decir, que ella se cumpla y no sea objeto de burla. Cuando los requirentes objetan las reglas sobre arriendo y propiedad de inmuebles, están minusvalorando este primer deber: están diciendo que para ellos no es especialmente importante asegurar que la ley se cumpla, porque están dispuestos a recurrir a formas regulatorias que, aunque dificultan la elusión de la prohibición legal, son menos eficaces. Esto no puede ser tratado como una cuestión de constitucionalidad, y debe ser visto como una diferencia de criterio legislativo o regulatorio.
El requerimiento también alega que la Ley de Inclusión discrimina arbitrariamente porque crea un régimen para los establecimientos de menos de 400 alumnos, régimen que es distinto del aplicable a los establecimientos de 400 alumnos o más. “¿Es posible sostener razonablemente”, dicen los senadores, “que un establecimiento educacional que tiene 399 alumnos debe enfrentar un régimen jurídico de arrendamiento diferente de aquel establecimiento que tiene 401 alumnos?”.
Esta es una pregunta retórica enteramente absurda. El mismo argumento mostraría que es arbitrario fijar la mayoría de edad en 18 años: ¿Es posible sostener razonablemente que una persona de 17 años y 364 días es menos madura que una persona de 18 años? Aunque en los dos casos la respuesta es negativa, de eso no se sigue que la diferenciación es arbitraria. Por la propia naturaleza de las cosas el punto preciso que divide a dos categorías que el derecho necesita distinguir puede ser arbitrario (en el sentido de que bien podría fijarse un poco más acá o un poco más allá), sin que la clasificación misma lo sea. La pregunta es si hay justificación para diferenciar establecimientos pequeños de establecimientos grandes, desde el punto de vista del riesgo de que intenten eludir la prohibición de retirar utilidades. La razón es que mientras más sean los estudiantes, mayores serán los recursos envueltos, y entonces más probable será la ocurrencia de lo que la ley pretende evitar (el retiro encubierto de utilidades). Si esto es una buena razón para distinguir entre establecimientos grandes y pequeños, es infantil quejarse de que los casos inmediatamente adyacentes a cada lado del límite de la categoría sean parecidos.