Es la carta del mundo conservador para superar su propia decadencia. Una especie de fantasía de Pinochet, pero sin violencia ni terror y, por supuesto, con mucha mayor sofisticación, aunque también con harto vigor portaliano. Es la historia conocida y repetida ya varias veces y que, sabemos, solo genera reventones periódicos.
Llamó la atención que, en el contexto de la crisis institucional y valórica que viven los actores políticos, empresariales, así como las autoridades religiosas, y en paralelo a la difusión de las últimas encuestas –en particular la CEP divulgada, curiosamente, el pasado 11 de septiembre– haya irrumpido con mucha fuerza la figura del ex Presidente Ricardo Lagos Escobar.
Si bien la cuestionada CEP de julio de 2014 y la de noviembre del mismo año no midió al personaje –sí a su hijo, que apareció en ambas con un 43% de evaluación positiva–, sí lo hizo la de abril de 2015, en que el ex Mandatario alcanzó un 42% de aprobación y casi un 30% de rechazo. Parte de esa alza se hizo a costa de su hijo, quien bajó 12 puntos.
La medición de agosto difundida el mismo día en que se conmemoró el 42° aniversario del golpe de Estado, y pese a su baja de un punto respecto de la anterior, trajo como novedad la entrada de Lagos en la disputa presidencial. Su antesala fueron dos rimbombantes reapariciones públicas: la del 13 de agosto en que, a raíz de la entrevista dada por la Presidenta a La Tercera, fue invitado por el ministro Burgos a La Moneda, donde se paseó “como Pedro por su casa” y habló sin pelos en la lengua de la crisis de autoridad, respaldó al ministro, se refirió a la Reforma Constitucional y reafirmó la gradualidad de las reformas en curso; la segunda fue la del 15 del mismo mes, en que reiteró que “ama a Chile y que hará todo lo posible para que el país salga adelante”, así como que había gente en la calle que le pedía que volviera al ser Presidente para “poner orden”.
Sin ser el personaje que más creció en esa encuesta respecto de la anterior –fue Carolina Tohá, que subió un 7% de su aprobación– y manteniendo prácticamente la misma evaluación de abril, la reafirmación de su liderazgo en la CEP fue leída por los medios como su entrada definitiva en la carrera presidencial. El hombre que, según su ex samurái, Carlos Ominami, es la mejor expresión de “la voluntad de ser”, en eso ha estado por estos días, al punto que ya consiguió el visto bueno del PPD y la reacción tardía del PS exigiendo la definición de un cronograma presidencial, a la vez que la senadora Isabel Allende no ha decidido salirle al paso a Lagos. Recientemente el hombre del dedo no se ha perdido una y hasta el fallo de La Haya le sirvió para hacerse visible cuando apareció, fiel a su estilo, dictando cátedra.
Lagos está en campaña y quienes han tenido la oportunidad de poder conversar con él reafirman que “ya hasta habla como presidenciable y costará mucho bajarlo de ahí”. La aparición de la candidatura del ya casi octogenario líder, en medio de un país convulsionado por la crisis moral de sus élites y en medio de profundas demandas de transformación, así como el evidente miedo de un segmento político y social al que asustan los vientos de cambio, plantea la inquietud por la verdadera naturaleza de este liderazgo y si este hoy representa algo muy distinto al líder del mundo progresista que conocimos en los 80 y los 90.
Al respecto, es interesante señalar que el resumen ejecutivo de la CEP de agosto extrañamente –a diferencia de abril– no visibiliza la evaluación del personaje por adscripción a una corriente política o ideológica –derecha, centro o izquierda–, y seguimos contando solo con el sondeo de otoño en que Lagos, únicamente superado por MEO, aparece como el segundo político mejor evaluado por la gente que dice ser de derecha. En cambio, es la figura PPD-PS mejor evaluada por aquellos encuestados que se definen de centro; y es parte, junto a Isabel Allende y la propia Presidenta, de las personalidades mejor evaluadas por la gente que se define de izquierda o centroizquierda. A su vez, en el mundo de los independientes tiene la tercera mejor performance, detrás de Isabel Allende y MEO.
Su apoyo significativo en sectores que se identifican como de derecha y centro, es una muestra evidente de que Lagos esta vez no representa tanto la aspiración transformadora de la sociedad chilena que se reitera encuesta tras encuesta, sino que más bien ahora una reacción restauradora. Son los mismos que en las conversaciones empresariales, o aquellos que en la calle – como él mismo lo reconoció a El Mercurio– le dicen “oiga, vuelva usted (a la Presidencia) para que por lo menos ponga orden».
No hace mucho, trabajando en Colchagua en una comuna con fuerte presencia rural y mientras discutíamos la importancia de incluir la reseña biográfica en la reformulación del Proyecto Educativo Institucional (PEI) en las escuelas de un microcentro, una directora cuyo establecimiento se originó –como muchos otros– en la cesión de una parte del terreno patronal para su construcción, me indicaba que, ya transcurridos casi 50 años desde su fundación, aún era un desafío permanente de los docentes lograr que los alumnos de hoy no se refirieran al ex dueño de los terrenos en que se emplaza la escuela como “su patrón” y que lo invocaran por su verdadero nombre.
Es el Chile profundo, el de la hacienda, según Rolando Mellafe, origen del poder social y político de la época –“el latifundio es una unidad económica y social al mismo tiempo que foco de poder rural…. [que] demasiado a menudo los historiadores y cientistas sociales olvidan la médula histórica del fenómeno”– cuyos efectos disciplinarios y culturales aún percibimos nítidamente doscientos años después de nuestra independencia.
El Chile del latifundio era aquel donde el patrón era a la vez propietario, empleador, autoridad, guía moral, cuando no abusador, y cuya impronta se traspasó a la nueva república. Ello explica que “al iniciarse el siglo XIX, el latifundio tradicional había logrado tomar en su mano todos los aspectos del poder rural”, cuyos rasgos más característicos fueron transmitidos luego a la naciente institucionalidad independiente, constituyendo las cartas de Portales –como la irreproducible epístola a Antonio Garfias del 10 de diciembre de 1831–, un muy buen ejemplo de cómo nuestra oligarquía entendía esa institucionalidad: brutal, autoritaria, violenta hasta en el empleo del lenguaje.
[cita] Lagos sería hoy, entonces, no solo la figura transformadora de ayer, sino más bien el Diego Portales moderno a quien invocan no solo los mercaderes y fácticos de la plaza para extender y prolongar un orden autoritario que ya se nos cae a pedazos, como asimismo el chileno medio hijo del latifundio, que ante la tensión social que provoca una institucionalidad que no es capaz de resolver adecuadamente el creciente malestar de una inmensa mayoría de compatriotas, opta por la salida tradicional pues no conoce otra: la del chicote, el latigazo…[/cita]
No hace mucho (2008), TVN rompía récord de audiencia para una teleserie cuando exhibía el final de El señor de la Querencia, basada en la vida de un patrón de fundo y una sociedad de esas características. El alto rating de ese culebrón generó más de una reflexión y más de alguien como yo se preguntó si su éxito se debía a que un segmento transversal de la sociedad chilena se reconoció inmediatamente en esa telenovela. ¿Serán esos mismos espectadores los que en la calle piden el regreso de Lagos? ¿Tendrá el ex Presidente la misma impronta de admiración por el orden portaliano que su ministro del Interior Insulza, cuyo despacho exhibía un cuadro de Portales? ¿Será que su admiración a Manuel Montt no se explica tanto en la creación de infraestructura de su Gobierno, sino más bien en el orden autoritario y violento que caracterizó su decenio?
Como sabemos, aquella institucionalidad inició un proceso de disciplinamiento y normalización de la población de manera brutal, fuese en la escuela, la guardia cívica, la naciente penitenciaría o por medio de la autoritaria Constitución de 1833. Gabriel Salazar ha profundizado mucho sobre los efectos de violencia que hemos heredado de la instalación de ordenamientos institucionales autoritarios como los de 1833, 1925 o 1980, que han encorsetado al cuerpo social en regímenes que ahogan a la sociedad y que, siempre, han culminado en orgías de violencia y sangre: 1851, 1859, 1891, 1920-25, 1927-1932, 1938, 1957, 1973 son ejemplos de ello.
Con Esteban Valenzuela (Territorios Rebeldes) hemos explorado el modelo cooptativo y clientelar que generó, hasta hoy, ese orden portaliano con la instalación en provincias del parlamentario broker (o señor feudal). Hace bastante poco el diputado Juan Luis Castro, del PS, fue denunciado por la ministra de Educación a la presidenta del PS por intentar “chantajearla” con su apoyo a las iniciativas legislativas del área a cambio del nombramiento de un operador suyo en un cargo de educación en la región.
La respuesta de Castro, según testigos, fue muy nítida: “Esta práctica sería habitual entre los parlamentarios de Gobierno”. Es la arista regional del modelo portaliano que centraliza en la metrópoli toda decisión trascendente y que deja las sobras para su reparto en regiones, con una muy buena dosis de jerarquía autoritaria. No olvidemos que el año 2008 Lagos dijo haber renunciado a su posibilidad de ser presidenciable nada más porque los partidos no se rindieron a su exigencia de construir y definir las listas parlamentarias de la coalición, tal cual como lo hacían los presidentes de la república autoritaria del siglo XIX.
Lagos sería hoy, entonces, no solo la figura transformadora de ayer, sino más bien el Diego Portales moderno a quien invocan no solo los mercaderes y fácticos de la plaza para extender y prolongar un orden autoritario que ya se nos cae a pedazos, como asimismo el chileno medio hijo del latifundio, que ante la tensión social que provoca una institucionalidad que no es capaz de resolver adecuadamente el creciente malestar de una inmensa mayoría de compatriotas, opta por la salida tradicional pues no conoce otra: la del chicote, el latigazo, el de las palabras soeces del patrón a “lo Portales”, que reta, que manda, que grita, que pone orden, que respira autoridad y que cuando las cosas no resultan –como en 1851, 1859, 1891 o 1973– no duda en imponer nuevamente la ley de la Hacienda: la del cepo, del azote para aplicar su parecer, hasta que ese orden hace crisis y los chilenos volvemos a repetir el ciclo permanente de una sociedad que se hizo sadomasoquista no solo por su historia, como muy bien nos lo han descrito autores como Álvaro Jara –Guerra y Sociedad en Chile– o Mario Góngora –La Noción de Estado–, sino que, y esto es lo más duro, al parecer también por puro placer.
De allí tal vez, y no solo de la alta rentabilidad que tuvieron sus negocios durante su anterior administración, puede que provenga el amor que los empresarios le profesaron al concluir su mandato. Amor que resultó tan profundo y duradero que, incluso, ha resistido el paso del tiempo al punto que, ahora más longevo, ellos mismos lo intentan resucitar.
Es la contracara de Lagos: una biografía académica y política notable, pero con un Gobierno que solo se destacó por sus ribetes autoritarios. Aunque consensuemos que fue el último Mandatario que supo dignificar la investidura del cargo y que subordinó a los militares al poder político, pero cuyos ripios están a la vista: su gobierno profundizó el modelo neoliberal monoexportador que solamente aumentó la desigualdad. A su vez, es el responsable directo de varios de los problemas más profundos que hoy nos aquejan, como el CAE, la ley SEP, Transantiago, concubinato política-dinero, proliferación de la corrupción, o el elevado precio de las vías concesionadas.
Su viraje a un tono conservador-autoritario no refleja ni da cuenta del nuevo Chile, o al menos de su parte mayoritaria que aspira a cambios y reformas. Nuestra oligarquía, así como de poder, también está enferma de autoritarismo. No concibe dentro de su imaginario la construcción de un orden que no sea producto del látigo. Lagos –no sé si consciente de ello– es la carta del mundo conservador para superar su propia decadencia. Una especie de fantasía de Pinochet, pero sin violencia ni terror y, por supuesto, con mucha mayor sofisticación, aunque también con harto vigor portaliano.
Es la historia conocida y repetida ya varias veces y que, sabemos, solo genera reventones periódicos. Chile y las generaciones venideras necesitan heredar un orden habermasiano, construido y dialogado entre todos y del cual nos sintamos orgullosos por mucho tiempo. Para eso, no necesitamos la fantasía del retorno de Portales, ni menos de Manuel Montt.