Ante las estafas del mercado, los ciudadanos se han organizado. En distintos lugares de Santiago y del país ya empiezan a crecer cooperativas y organizaciones que compran a mayoristas en condiciones mucho más favorables. En bastantes casos no solo se trata de conseguir alimentos más saludables y sin agrotóxicos, sino que también es una fórmula de buscar precios justos y burlar a los supermercados que, mucho antes, se burlaron de sus consumidores.
Mucho antes que la Fiscalía Nacional Económica pidiera investigar a los supermercados por colusión, Jorge Bravo (38) ya había sacado algunas cuentas: comprar junto a un grupo de vecinos le regalaba –en algunas oportunidades– hasta un ahorro del 40%.
Este porcentaje es solo una de las luces que le han indicado a Jorge que va por buen camino. La comunidad Juntos Compremos se inició hace 5 años con la idea de hacer frente a la máquina de consumo que enfrenta a los ciudadanos a interesadas cadenas de distribución y, por supuesto, a alimentos que no apuntan necesariamente a mejorar la salud. “Hace 5 años, cuando esto partió, estábamos con más gente en una charla sobre ecoaldeas y ahí empezamos a reflexionar respecto a cómo hacer comunidad en estos tiempos y en la ciudad… por problemas como el sobreprecio, el cómo tratan los supermercados a los proveedores, por ejemplo. Ahí nació la idea de comprar juntos”.
Juntos Compremos es un grupo que posee una lista de 400 inscritos, aunque mensualmente se abastecen 60 familias. La idea es que así, en grupo, consiguen precios mucho más convenientes y también pueden acceder a vendedores sin intermediarios. También hay productos que no están en los supermercados; así también se rompe el sistema que han levantado estos, en torno a su negocio donde también hay marcas que se convierten en vacas sagradas.
La cosa funciona así: cualquiera puede ingresar a la página www.juntoscompremos.cl, pinchar los productos que se despliegan y sumarlos a un carrito. Después de la selección, se paga y posteriormente, en un encuentro que se realiza mensualmente, se hace entrega de la caja con la mercadería comprada. Juntos compremos tiene dos puntos para entregar las compras: una casa en la calle Lastarria y una sede que les prestó la Municipalidad de Ñuñoa, en Macul con Grecia.
También se puede completar una encuesta e ingresar datos personales para ayudar con el proyecto en alguno de los aspectos que se necesitan: traslados, embalaje, etc. “En todo caso, no es obligación tener un rol activo, tú puedes simplemente comprar”, dice Jorge. Por ahora se trata de una agrupación de vecinos trabajando para conformar una cooperativa que tiene como primera meta, en 2016, abrir un almacén cooperativo que aún no posee lugar fijo, pero que quizás podría levantarse en el Barrio Italia.
Si uno va al link de la página, encuentra, por ejemplo, tallarines a $337, huevos a $77 o stevia –de la de verdad, no la que venden las grandes cadenas, que solo posee un porcentaje mínimo de la planta– a poco más de 3 mil pesos.
En Juntos Compremos –lo mismo que en otras iniciativas de este tipo– la idea es que los conceptos que se balbucean en divagaciones, se conviertan en carne y se lleven a la práctica: comercio justo, economía solidaria, consumo responsable y sustentabilidad.
Estos conceptos no solamente dan vueltas por Santiago. En regiones, pequeñas iniciativas han dado paso a la venta y compra de verduras y frutas sin necesidad de un intermediario.
Hace un año, en la comuna de San Vicente de Tagua Tagua (Sexta Región), funciona Kulko, una agrupación de agricultores que se conocieron gracias a un programa de la municipalidad vinculado a Indap. Alguna vez trabajaron convencionalmente, pero hace 4 o 5 años descubrieron la agroecología, es decir, olvidar los tóxicos y trabajar la tierra de forma sustentable.
Laura Hernández (33), técnica en agricultura ecológica, es una de las gestoras de este proyecto y cuenta que Kulko funciona “como una plataforma para que ellos promocionen sus productos”. Como un supermercado pagaría estos productos según sus reglas y los agricultores viven amarrados al vaivén de quienes los distribuyen, ellos utilizan un formato que no necesita a las grandes cadenas. “Trabajamos con cadenas cortas de comercialización y sin intermediarios, porque tampoco se busca lucrar con los alimentos. Para ellos también es importante trabajar sin agrotóxicos, porque saben lo que este tipo de agricultura ha provocado en la salud de las personas”, cuenta Laura.
Delfín Toro (50), agricultor de Kulko, tiene la tierra en su línea genética. Sus padres y abuelos se dedicaron a lo mismo, pero él, hace unos años, decidió probar usando abonos y preparados sin tóxicos. “Los supermercados exigen certificación orgánica, cobran 350 mil pesos por 4 meses, pero cuando la conversación es directa con los compradores, ellos saben de dónde vienen sus productos. Hay confianza. Me gusta poder vender así mis zapallos italianos, papas, moras, acelgas de colores… prefiero este circuito corto porque es literalmente del campo a su mesa. Los consumidores pueden pagar por adelantado, pero los supermercados incluso uno o dos meses después”, cuenta Delfín.
Al igual que Juntos Compremos, Kulko funciona gracias a Internet. Cada semana se publican los productos disponibles en una página de Facebook. Los consumidores eligen y hacen el pedido. Estos se hacen con 24 horas de anticipación, porque solo una o dos horas antes de la entrega se cortan las hortalizas. “No es lo mismo que comprar en un súper… La gente tiene que empezar a potenciar lo local y de paso volvernos a reencantar con la comida”, dice Laura. Ellos entregan las canastas en el centro de San Vicente cada semana.
En la lista de Kulko, por ejemplo, la lechuga cuesta $400 y los pepinos $200.
Descubrir cómo han aumentado los precios en Chile en los últimos cinco años enrabia a cualquiera. Si a eso se suman las colusiones y las condiciones unilaterales que imponen los actores tradicionales del mercado, el resultado es más ira o proyectos alternativos que permitan saltarse el abuso. Este último es el camino que escogió Claudia Cossio, una de las gestoras de Huellas Verdes, un sistema de agricultura compartida.
[cita tipo= «destaque»]Claudia Cossio también apunta a la desesperanza que provoca en los agricultores el trato de las grandes cadenas: “El trabajo de los supermercados es ganar plata, una economía de escala. Ellos van a Estados Unidos, por ejemplo, y ven si pueden conseguir naranjas más baratas y, si es así, el productor chileno se queda con su cosecha y compran allá… Me consta que muchas veces un agricultor vende su lechuga a $90 y nosotros la compramos a $1.000. Acá hay dos que se llevan la plata: el intermediario y el que comercializa. El agricultor no gana plata, entonces lo que falla es más profundo… es la construcción social de una soberanía alimentaria”.[/cita]
“Esto produce un fiato mucho mayor entre el consumidor y el pequeño agricultor, porque este último es el eslabón más vulnerable de la cadena productiva, el que está presionado por la inmobiliarias para vender el terreno, el que no tiene posibilidad de fijar precios”, dice sobre este sistema de economía solidaria que partió el 2011.
Rolando Rojas, un agricultor de Colina, les arrendó las dos hectáreas de su parcela que explotaba convencionalmente, para trabajar de manera ecológica y sin preocuparse de si vendía toda su producción, si negociaba un buen precio o se quedaba con excedentes que nadie comería.
Huellas verdes funciona así: se debe comprar una membresía de $330.000 anuales –que se pagan en seis cuotas–. Aproximadamente, $6.800 a la semana. Eso asegura que sea un trabajo colectivo donde el agricultor nunca pierda, pero también se asumen los riesgos de temporadas de buenas y malas épocas. Se cosecha dos veces a la semana y hay dos puntos de entrega: Santiago y Providencia. Eso da derecho a una canasta de entre 7 y 12 productos semanales. Esa cuota da la posibilidad de que las familias tengan la seguridad de que en su mesa hay alimentos sin agrotóxicos y conozcan al agricultor y el campo de donde vienen sus productos.
Claudia explica que a veces quizás es más riesgoso para un consumidor, pero también es coherente con lo que pasa en la tierra misma. Se comparten riesgos y beneficios.
Claudia Cossio también apunta a la desesperanza que provoca en los agricultores el trato de las grandes cadenas: “El trabajo de los supermercados es ganar plata, una economía de escala. Ellos van a Estados Unidos, por ejemplo, y ven si pueden conseguir naranjas más baratas y, si es así, el productor chileno se queda con su cosecha y compran allá… Me consta que muchas veces un agricultor vende su lechuga a $90 y nosotros la compramos a $1.000. Acá hay dos que se llevan la plata: el intermediario y el que comercializa. El agricultor no gana plata, entonces lo que falla es más profundo… es la construcción social de una soberanía alimentaria”.
Eliminar a los intermediarios fue también la idea de La Canasta, una agrupación de consumidores que nació el año 2010 en Peñalolén. Pablo Santander, uno de los gestores, cuenta que la componen 130 personas –algunas más activas que otras– y que otra de las apuestas era contar con alimentos más saludables. “Buscamos el trato con el productor y queremos también que los productores se organicen en colectivos preocupados de la alimentación saludable, libre de pesticidas”, dice Pablo y resume cómo opera la organización: hay quienes hacen pedidos semanalmente; otros aisladamente. Existe una administradora, que recibe un sueldo, y recibe pedidos vía web. El día de la entrega, hay un turno creado por los socios. La idea es que todos puedan colaborar”, cuenta.
Sin embargo, al igual que en la mayoría de las iniciativas de consumidores organizados, no solo se apunta a la calidad del alimento sino también a burlar un sistema que, a la vez, se ha burlado de todos. “Nosotros también buscábamos una política de precios justos. En ese sentido la colusión de los supermercados nos parece inaceptable y buscamos ser una alternativa a estos”, comenta Pablo.