El tema parece haber tocado fondo. En cada cónclave izquierdista de hoy no está en el debate la buena sociedad y el proyecto de futuro, sino los impactos de la corrupción en que se ven envueltos sus dirigentes y sus organizaciones y cómo se sale lo mejor parado de ello. La división del trabajo gubernamental los llevó a montar expertos en lobby, expertos en gobiernos corporativos públicos desde los cuales pasan a expertos de gobiernos corporativos privados, mocitos en la política para interpretar el interés privado en lo público mediante leyes, comunicadores a pedido e, incluso, expertos en hacer tambalear las instituciones del Estado como el SII o el Ministerio Público. Todo para servir intereses privados.
Se dice que fue Felipe González, el ex líder del PSOE, quien recomendó a sus pares de América Latina acercarse a los empresarios de sus países y colaborar con ellos. Era una manera de ver la viabilidad de los gobiernos de izquierda en una economía dominada por el paradigma del libre mercado, basándose exclusivamente en una lógica de negociaciones y acuerdos. Ese fue el origen del consociativismo entre izquierdas y derechas en el manejo de los gobiernos.
Los argumentos en pro fueron variados. Si incluso el PNUD abiertamente pugnaba por las privatizaciones amplias de los servicios públicos y la aplicación de tarifas reales y el BID abría ventanillas de eficiencia política del Estado, gestionadas por ex guerrilleros, era natural que los mandatarios de filiación izquierdista se acoplaran a políticas neoliberales cuyo surgimiento ocurrió en medio de la aplicación del capitalismo salvaje y la represión de los derechos civiles y políticos en todo el continente.
Ello transformó a la recuperación democrática desde los 90, y a todas las transiciones políticas, en procesos negociados trabajosamente entre el poder democrático legítimo y los poderes económicos constituidos en el antiguo régimen. Estos se hicieron prácticamente intocables desde que la opción para controlarlos se centró en la estrategia de asociarse a su administración para, paulatinamente, transformarla en funcionamiento sano de la economía y la sociedad. En los cenáculos más íntimos del izquierdismo se difundió la convicción de que, si no era posible ser transformadores sociales, por lo menos había que ser misioneros de un capitalismo igualitario. Ahí estuvo el huevo de la serpiente. La mayoría política no era suficiente para apalancar el cambio, y la paz social debía entenderse como ausencia de conflicto. Las condiciones del reclutamiento estaban dadas.
De ahí, los dueños del poder económico y los nuevos administradores del Estado tenían intereses compartidos: crecimiento económico, paz social y respeto por las reglas del juego. Ello, independientemente de que el crecimiento implicara más concentración y desigualdad económica a vasta escala; la paz social era la sociedad homogénea con ausencia de conflictos, que aceptaba la desmovilización, el apoliticismo y muchas veces la negación de derechos civiles como la huelga; y las reglas del juego señaladas se interpretaron como el respeto del statu quo sin regulación ni controles efectivos.
Esta asociación entre administradores del Estado y dueños del poder económico, se argumentó en la ideología de la asociación público-privada y el Estado subsidiario. Con mayor fuerza durante el gobierno de Ricardo Lagos y cuando los socialismos criollos dejaron de estar vetados para el ejercicio político institucional en Chile.
El proceso fue casi natural y por eso se entiende que la izquierda no se sonroje con los escándalos de corrupción que la tocan desde diferentes partes, que goce sin pudor los privilegios ilegítimos a que accede merced a sus posiciones burocráticas en los aparatos administrativos del Estado, sea sirviente de sus propios carceleros o busque complots internacionales para justificar la debacle ética y la corrupción en los llamados gobiernos progresistas de América Latina.
[cita tipo=»destaque»]Esta asociación entre administradores del Estado y dueños del poder económico, se argumentó en la ideología de la asociación público-privada y el Estado subsidiario. Con mayor fuerza durante el gobierno de Ricardo Lagos y cuando los socialismos criollos dejaron de estar vetados para el ejercicio político institucional en Chile.[/cita]
Ello explica también que argumenten, como lo hace el vicepresidente de Uruguay Raúl Sendic en un seminario de la socialdemocracia en México, para referirse a los problemas de la izquierda en el gobierno, lo siguiente: “Hay poderes fácticos en nuestra sociedad que son muy difíciles de enfrentar. La prensa juega un papel muy importante. La prensa juega un papel a veces más importante que la oposición de derecha; marca una agenda y nosotros muchas veces terminamos respondiendo a esa agenda, que no es nuestra agenda, es la de un poder fáctico que tenemos enfrente, que lo único que hace es enumerar nuestras dificultades y jamás han reconocido nuestros logros”. Es decir, la culpa la tiene la prensa y no el que recibe los dineros.
Por años, nuestra izquierda argumentó que los partidos de la derecha y sus dirigentes políticos eran socios malditos de diarios y canales de televisión que representan un poder empresarial oligárquico e ilegítimo, obtenido en su mayoría de manera oscura o en las prebendas del Estado y el poder político.
Pero, una vez en el gobierno, la izquierda no hizo otra cosa que jugar con los mismos métodos y reglas, concedió créditos, dio concesiones y beneficios que favorecieron a los mismos sin contrapeso respecto del resto, al tiempo que se pasea oronda en las páginas sociales de esos medios.
Además, merced a la ideología de la asociación publico-privada, perdieron toda noción de comunidad nacional, transformaron sus partidos en agencias de empleo e interés corporativo privado, y se allanaron de manera “prudente y responsable” a un ejercicio administrativo del poder que la ciudadanía les confió y en muchos casos lo vendieron al mejor postor.
El tema parece haber tocado fondo. En cada cónclave izquierdista de hoy no está en el debate la buena sociedad y el proyecto de futuro, sino los impactos de la corrupción en que se ven envueltos sus dirigentes y sus organizaciones y cómo se sale lo mejor parado de ello. La división del trabajo gubernamental los llevó a montar expertos en lobby, expertos en gobiernos corporativos públicos desde los cuales pasan a expertos de gobiernos corporativos privados, mocitos en la política para interpretar el interés privado en lo público mediante leyes, comunicadores a pedido e, incluso, expertos en hacer tambalear las instituciones del Estado como el SII o el Ministerio Público. Todo para servir intereses privados.
La convicción de la política de las izquierdas hoy no es el viejo principio de la lucha en contra de los privilegios, sino aquella de que sin financiamientos adecuados no se puede hacer política, independientemente de si son espurios o legales.
Que caigan en las redes complejas de la corrupción Lula, Rousseff, Ortega o Bachelet, que tienen un pasado de abnegación que mostrar; que los partidos que forman la izquierda de la política continental y que han experimentado en su historia los embates de la injusticias y la represión por sus ideales se muestren perplejos o se hagan encubridores de la corrupción y el engaño, no puede sino ser tildado de crisis moral.
Así ocurre en nuestro país, donde el camino maquiavélico seguido por las izquierdas para consolidarse como gobernante válido ante el país ha dejado hecha trizas su integridad, cayendo en gruesos errores políticos que no solo han minado su prestigio y su poder, sino también marcan de manera ignominiosa su historia.
James Madison uno de los padres fundadores del constitucionalismo norteamericano, decía en los ‘Federalist papers’ que hay que controlar a los que ejercen el poder, ya que, como los hombres no somos ángeles, “al organizar un gobierno que ha de ser administrado por hombres y para hombres la gran dificultad estriba en esto: primero establecer un gobierno capaz de controlar a los gobernados y después que se controle a sí mismo”. Por cierto, no tenemos nada de eso, y la izquierda no tiene excusas para actuar como lo hace.