La hipótesis de Ottone responde a una visceral, aunque no por ello ilegítima, defensa del legado de Aylwin (decir que los estudiantes son “brutos” porque –según él– no leen, parece poco templado). Pero hay ejercicios mucho más interesantes que hacer con la figura de Aylwin, mucho más que usarlo para decretar la muerte del neoliberalismo por secretaría.
Cuando se pensaba que la muerte de Aylwin ya no podía dar más réditos al debate público nacional, Ernesto Ottone pareció no querer quedarse abajo del carro de la gloria y espetó lo siguiente: “Chile no es un país neoliberal”.
Debemos conceder que no cualquiera puede hacer tamaña afirmación. Si Comte hubiese tenido éxito en su empresa de hacer de la sociología la religión de la sociedad, lo de Ottone sería lo más parecido a declarar que Dios no existe y que nuestras plegarias no van a dar a oído alguno.
Porque debemos ser sinceros: el neoliberalismo, por lo menos para las Ciencias Sociales en Chile, explica buena parte de los males de nuestra sociedad. La sentencia de Ottone, por tanto, deja sin objeto de estudio a muchos investigadores nacionales.
Más allá de que la sentencia de Ottone responda a una defensa del gobierno de Aylwin (y, por extensión, al ciclo de la Concertación), podemos asignarle el estatus de hipótesis a su planteamiento y analizar los fundamentos en que se basa para, de esta manera, evaluar su plausibilidad.
Lo central es lo siguiente: “Chile no es un país neoliberal. Chile es un país donde existe una economía de mercado y existe una lógica ciudadana llevada adelante por gobiernos reformistas”.
Esto último –la lógica ciudadana– sería la que despliega el Estado chileno para hacer frente a la lógica del mercado. Por lo tanto, para Ottone el quid del asunto es que se yerra en el punto si se genera una identidad entre economía de mercado (que existiría en Chile) y neoliberalismo (que no pasaría de una doctrina de ciertos grupos minoritarios).
El asunto es que, a pesar de que conceptual y analíticamente la distinción de Ottone tiene asidero –en tanto que economía de mercado no es equivalente a neoliberalismo–, este cae en una falacia de tipo non sequitur, vale decir, las conclusiones que extrae de sus premisas no son lógicamente sostenibles.
En simple: una cosa es que podamos diferenciar entre economía de mercado y neoliberalismo, pero de ello no se sigue que Chile no sea una sociedad neoliberal, menos aún si quien lo establece no define el neoliberalismo salvo que a contrario: por diferencia a la economía de mercado.
Se puede apreciar, por tanto, la circularidad de su argumento: el neoliberalismo es distinto a la economía de mercado, Chile posee una economía de mercado, ergo, Chile no es neoliberal. Esto no resiste análisis.
Sin embargo, y a pesar de que el planteamiento de Ottone queda cojo, debemos continuar con la verificación de la validez de su hipótesis.
Una forma de hacerlo podría ser mediante la alusión a las miles de páginas que se han escrito respecto al carácter neoliberal de nuestra sociedad, a través de lo cual podríamos argumentar que parece poco probable que tantos autores, durante tanto tiempo, hayan sido presas de un error de interpretación colectivo que los ha llevado a ver cosas que no son tales.
Pero más productivo que ello resulta extraer las definiciones centrales que algunos autores dan al neoliberalismo y contrastarlo con ciertas dinámicas de nuestra sociedad, en aras de confirmar o refutar su relación.
Manuel Antonio Garretón, en su libro Neoliberalismo corregido y progresismo limitado. Los gobiernos de la Concertación en Chile, 1990-2010, establece siete elementos que el discurso neoliberal articula: i) un individualismo extremo, donde el individuo es el principal responsable de sus actos; ii) la ausencia de impedimentos al libre desarrollo del mercado; iii) este último constituye el espacio ordenador de lo social por excelencia; iv) la desigualdad se asume como una cuestión natural; v) el modo de producción capitalista constituye el motor de la historia, por lo que es la máxima racionalidad posible; vi) el Estado es reducido a actuar allí donde no es rentable para el capitalista; y vii) la sumisión del régimen político a la dinámica económica.
Pero lo central para Garretón es que todos estos elementos son aplicados integralmente, ya que de esta forma la ideología neoliberal puede alcanzar su objetivo: ampliar la lógica del mercado más allá de sus propios límites y convertirla en un tipo de sociedad. De esta forma, lo definitorio del neoliberalismo sería su confianza en que el mercado no solo es el mejor mecanismo para asignar recursos, sino que es el mejor modelo de relación social y política.
[cita tipo=»destaque»]La utilización de las cotizaciones de los chilenos para sostener el mercado de capitales, ¿no puede considerarse un dispositivo de construcción de subjetividades sobre la base del riesgo y las fluctuaciones del mercado? El que el Estado continúe siendo monoexportador y renuncie a expandir su reducida capacidad económica, ¿no puede considerarse una confirmación del rol subsidiario que adquiere bajo la ideología neoliberal, aquella que lo reduce a los márgenes no profitables por el privado?[/cita]
En Breve historia del neoliberalismo, David Harvey ahonda en su tesis de la “acumulación por desposesión” y afirma que, contrario al discurso oficial, el neoliberalismo no genera riquezas sino que las redistribuye mediante cuatro procesos: i) privatización y mercantilización; ii) financiarización, vale decir, la especulación o riqueza no productiva; iii) gestión y manipulación de las crisis; y iv) redistribuciones estatales.
Además, establece una diferencia con ciertas lecturas canónicas que afirman sin más que al neoliberalismo le interesa reducir o, a fortiori, eliminar al Estado. Por el contrario, bajo esta ideología el Estado asume una forma totalmente afín a la circulación del capital, garantizando su reproducción allí donde este no puede hacerlo de forma autosuficiente.
William Davies, mucho menos conocido que los anteriores, en The limits of Neoliberalism. Authority, sovereignty and the logic of competition, define al neoliberalismo como la generalización de los principios del mercado y las tecnologías de la evaluación en tanto criterios universales para definir qué es aceptable en una sociedad.
Sobre la base de esto, dos procesos se refuerzan mutuamente: a nivel individual, el neoliberalismo se establece como un dispositivo que construye subjetividades “resilientes”, capaces de sobrellevar la incertidumbre y el riesgo que caracterizan al mercado; a nivel estructural, el neoliberalismo genera un progresivo “desencanto” de la política en la medida que esta última se caracteriza por la ambigüedad y la apertura de sus resultados, lo que va en contra de la predictibilidad propia de las tecnologías de la evaluación. Así, el neoliberalismo proscribe a nivel estructural lo que fomenta a nivel individual.
Sobre la base de lo revisado, ¿no podemos considerar la privatización de las empresas estatales en dictadura (Ruiz y Boccardo –en Los chilenos bajo el neoliberalismo– señalan que de las 400 empresas públicas existentes en 1973, solo quedaban 15 para 1980) un ejemplo de acumulación por desposesión? La utilización de las cotizaciones de los chilenos para sostener el mercado de capitales, ¿no puede considerarse un dispositivo de construcción de subjetividades sobre la base del riesgo y las fluctuaciones del mercado? El que el Estado continúe siendo monoexportador y renuncie a expandir su reducida capacidad económica, ¿no puede considerarse una confirmación del rol subsidiario que adquiere bajo la ideología neoliberal, aquella que lo reduce a los márgenes no profitables por el privado? La elevación de la meritocracia como principio ético social, ¿no puede considerarse como una forma de entender que la desigualdad es el resultado de los diferenciales de esfuerzos que los individuos –únicos responsables de su destino– ejercen en sus trayectorias? Y, finalmente, ¿no podemos considerar a la lógica de los consensos como el epítome del “desencanto” de la política, de la domesticación de la incertidumbre democrática por la evaluación económica?, ¿no podemos… no podemos sino concluir que la hipótesis de Ottone es, en el mejor de los casos, absurda.
La hipótesis de Ottone responde a una visceral, aunque no por ello ilegítima, defensa del legado de Aylwin (decir que los estudiantes son “brutos” porque –según él– no leen, parece poco templado).
Pero hay ejercicios mucho más interesantes que hacer con la figura de Aylwin, mucho más que usarlo para decretar la muerte del neoliberalismo por secretaría.
Para un férreo crítico del carácter democrático de, por ejemplo, la sociedad venezolana y su gobierno, resultaría interesante saber si Ottone considera que Aylwin fue un demócrata a pesar de la evidencia de su apoyo del golpe de Estado de Pinochet, y si este hecho puede ser redimido por haber sido elegido democráticamente.
Quizás uno de los más interesantes debates relativos a la figura de Aylwin radica en si el carácter democrático de una persona o un proceso está garantizado por un elemento procedimental (elección democrática) o por un elemento sustancial (consecuencias democratizantes).
Reflexionar sobre esto parece mucho menos inútil que dedicarse a cavar tumbas para quien aún no muere.