Algunos hablan de una crisis del capitalismo, que estaría llevando a la crisis de la democracia. Merkel cree que no es la crisis del capitalismo lo que desafía a la democracia, sino que las políticas económicas neoliberales aplicadas para enfrentarla. En nuestro caso, esa amenaza es aún más fuerte porque se trata de un capitalismo autoritario, que no tiene los recursos institucionales que posee el capitalismo democrático, que le permite ser compatible con la democracia.
La tendencia de las campañas presidenciales, con excepción de la de Michelle Bachelet el 2013, ha sido esquivar los problemas que tiene el sistema económico, elogiando su desempeño por haber dado bienestar a los chilenos y reforzando su continuidad y de sus principales políticas.
Existía un consenso en élites de la Concertación y de la derecha de que “el modelo” era la joya de la democracia, que no se debía tocar. Las críticas eran ignoradas o descalificadas y se rechazaron sus debilidades.
La Presidenta Bachelet rompió ese consenso al cuestionar las desigualdades económicas y plantear la necesidad de reducirlas a través de una reforma tributaria, que subiría los impuestos a los más ricos. La reforma de 1990 se justificó para financiar las políticas sociales, sin indicar aspiraciones redistributivas.
La decisión de privilegiar reformas políticas reaparece en la campaña presidencial del 2017. Razones no faltan: una caída de la participación electoral, el desplome electoral y organizativo de los partidos, la baja confianza en sus instituciones y en las élites políticas y el desinterés en la política. Hay una crisis de representación, no de la democracia.
Sin embargo, las deficiencias del sistema político existían desde hace años. No comenzaron con el actual Gobierno, ni con el del Presidente Piñera. De ello dieron cuenta con abundantes antecedentes las encuestas del CERC desde los años 90, el Informe de Desarrollo Humano del PNUD de 1998 y los sondeos del Latinobarómetro.
No fueron enfrentadas por los gobiernos y los partidos y hasta se actuó en un sentido exactamente opuesto, cuando el 2009, la Concertación y la derecha, con el patrocinio del Gobierno de Michelle Bachelet I, acordaron eliminar el voto obligatorio y reemplazarlo por uno voluntario, que se convirtió en ley en 2012. El efecto de esta reforma fue el que advertimos los numerosos politólogos y constitucionalistas que nos opusimos a ella: acentuó la caída de la participación, confirmando la tendencia que se dio en otros países, como en Venezuela en 1994, y aumentó las desigualdades políticas. Los que no votan pertenecen mayoritariamente a las clases populares, mientras los que mantienen una alta participación electoral son los que pertenecen a los estratos medios y altos. La menor participación electoral es un dato aún más relevante por esta selectividad social.
La prioridad estaba en la economía, a partir de la estrategia de legitimación de la democracia que giró en torno a la gestión económica y no en cuestiones políticas, como la justicia transicional o tener una nueva Constitución, como ocurrió en España después de la dictadura de Franco. Se estimó que, a mediano y largo plazo, la estabilidad del orden político se jugaba en una buena gestión económica, con cinco millones de pobres, el 40% de la población. El crecimiento entregaría bienes políticos que permitirían consolidar la democracia. Esa decisión implicó una desatención a la importancia de la política.
Esta decisión fue acompañada de otra, de grandes alcances políticos: se optó más por la continuidad que por la reforma del sistema económico heredado de la dictadura. No quiere decir que no se hubieran hechos reformas –fueron muchas–, pero ellas no apuntaban a cambiar el “modelo”. Esta decisión fue un drástico cambio en la posición de los partidos de la Concertación, que lo habían criticado severamente durante la dictadura, sin que sus activistas y votantes hayan recibido una explicación de ello.
No consideró que fue establecido por la dictadura, siguiendo un neoliberalismo radical, que no fue neutral políticamente, pues buscó redefinir las bases del Estado y la sociedad y que perdurara después que los militares regresaran a sus cuarteles. Fue un capitalismo autoritario, sin tener los recursos institucionales que posee uno democrático, surgido en un contexto democrático.
Más allá de sus limitaciones, Chile tuvo un capitalismo democrático hasta 1970, con un Estado de bienestar, sindicatos fuertes, partidos de centro e izquierda que agregaban los intereses de los trabajadores, y los empresarios tenían una importante influencia en la agenda pública y en la ejecución de las políticas de obras públicas, entre otras.
La continuidad del “modelo” fue reforzada con un estilo tecnocrático por parte del Gobierno, siguiendo una lógica de expertos, despolitizando la deliberación y decisión de la agenda económica. Era un estilo similar al que emplearon “los Chicago boys”. Se desconoció que la gestión económica es una cuestión política porque es hecha por los gobiernos “y los gobiernos son creaturas políticas” (Hall: 1986). Tampoco se tomó en cuenta que la política interviene en la evaluación que los ciudadanos hacen de sus policies, a través de simpatías partidistas o ideológicas.
El sistema económico se convirtió en un dominio reservado, protegido de la democracia, en el cual intervenían pocos actores, que tomaron las principales decisiones con una amplia autonomía, sin considerar a los partidos y en que la función del Congreso era ratificar sus iniciativas. Fue el segundo dominio reservado, que existió junto al de los militares, donde pudo haber tenido en su minuto una cierta explicación porque Pinochet era comandante en Jefe del Ejército y contaba con el pleno respaldo de la élite empresarial y de los dirigentes y parlamentarios de la UDI y RN.
Sin embargo, ninguna democracia permite que las decisiones de la autoridad económica se adopten en un subsistema separado del resto del Gobierno, sin debate público y guiado por consideraciones “técnicas”, sin influencia de la política. Ambos dominios han tenido un lugar central en la definición de la democracia semisoberana que existe en Chile.
En consecuencia, el mal estado de la política, con la exclusión de los jóvenes de la ciudadanía política, la desconfianza en sus instituciones, el debilitamiento de los partidos y la apatía y el desinterés en la política, no se puede explicar sin considerar el contexto impuesto por estas decisiones adoptadas en torno al crecimiento económico. Los logros económicos alcanzados fueron a un alto costo político, que se pudo (y debió) haber evitado.
El régimen de Pinochet introdujo un capitalismo autoritario, que es incompatible con la democracia (lo cual provoca limitaciones) y es fuente de conflictos, latentes y manifiestos, en el sistema político, acentuados desde 1990 porque los gobiernos de la Concertación no asumieron esa realidad. El sistema económico, más que ser considerado como el principal logro de la democratización y el pilar fundamental de la democracia, debe ser visto como una fuente de problemas para esta, que deben ser enfrentados, dejando a un lado esa suerte de dogma de que “el modelo” no tendría que ser tocado ni con el pétalo de una rosa.
Si no se hace, se dañará aún más el proceso político y se impedirá avanzar al desarrollo. Identifico, al menos, cuatro importantes incompatibilidades, que analizaremos a continuación.
En primer lugar, el capitalismo autoritario, de acuerdo al neoliberalismo radical que lo guió, desvaneció los necesarios diques de contención que separan el interés público del interés privado, promoviendo una fusión, que fue en la perspectiva de favorecer al segundo y a costa del debilitamiento del Estado, excluyendo su participación en la economía. Este principio tiene múltiples consecuencias en la organización y funcionamiento del sistema político, ya que el capitalismo autoritario no considera la existencia de la “información privilegiada”, pues todos los que participan en la creación del “nuevo Chile –las autoridades y los ejecutivos de las empresas que impulsan sus políticas– comparten la información necesaria para llevar adelante la transformación económica.
Esto se expresó claramente en las privatizaciones de las empresas públicas y de las que estaban en “área rara”, que permitió a sus altos ejecutivos, en el primer caso, y a sus interventores, en el segundo, dirigir el proceso de cambio de propiedad y lograr su control cuando concluyó el paso al sector privado. Eso no ocurrió en las privatizaciones del capitalismo democrático, como las impulsadas en Gran Bretaña por el gobierno conservador de Margaret Thatcher (1979-1990), hechas con estrictas limitaciones a la participación de los ejecutivos en la dirección y compra de acciones de las empresas, sin dejar resquicios que les permitieran su control.
Esta fusión fue un legado en democracia, que influyó en una práctica empresarial relativamente amplia, caracterizada por el uso de la información privilegiada para desarrollar negocios, especialmente en los años 90, sin que la autoridad reguladora se propusiera decididamente impedirlo. Hubo algunos casos en que se actuó con energía, pero fue en la década siguiente, como fue la sanción aplicada el 2007 al ex Presidente Piñera por hacer uso de ella como director de LAN, siendo uno de sus controladores.
En segundo lugar, el capitalismo autoritario ha creado un Estado pequeño, sin capacidad para cumplir sus funciones, entre las cuales se encuentran las regulatorias, que son especialmente importantes después de las privatizaciones, porque desmantelaron el Estado empresario y de bienestar y que fueron continuadas y hasta ampliadas en democracia.
Además, el Estado no dispone de una administración pública moderna que haga posible una gestión eficaz de los ministerios, órganos descentralizados y municipalidades, hasta en las propias universidades estatales, para atender las necesidades de la población y resolver a tiempo y con calidad sus demandas. Esto ha sido ignorado por los gobiernos y muestra cuán influyente se mantiene la visión neoliberal contra el Estado. Solo se han hecho cambios superficiales, priorizando la despolitización de sus directivos, creándose el 2003 el Servicio Civil, que deben ser “técnicos”, designados mediante un concurso de antecedentes a través de la Alta Dirección Pública.
No se tomó en cuenta la necesidad de impulsar una reforma mayor, que permita contar con personal profesional calificado no solo en puestos directivos, sino también en otros niveles, incluyendo intermedios y en las posiciones menores, porque ello hace posible que haya un Estado eficaz. Deben ser funcionarios independientes de los gobiernos, con capacidades y competencias para ayudar a la preparación de las políticas y a su ejecución, como ocurre en las democracias avanzadas. ¿Es pensable la democracia en Gran Bretaña sin el civil service o la de España sin los cuerpos generales del Estado? Para tener una administración pública moderna se requiere abandonar los prejuicios ideológicos contra el Estado, que está en el corazón del capitalismo autoritario.
Tener un Estado moderno y eficaz también es necesario para reducir los espacios de patronazgo y patrimonialismo que existen ahora en el Estado, del cual se benefician los parlamentarios, dirigentes de partidos, lobbistas y empresas.
Esta fue una de las principales diferencias entre la modernización económica impulsada por la dictadura de Franco y la de Pinochet, pues en la primera se estableció una administración pública moderna, a través de una ambiciosa reforma, dirigida por Laureano López Rodó, catedrático de Derecho Administrativo, que también fue el secretario general técnico del Plan de Desarrollo, que liberalizó la economía española, sin tener los componentes neoliberales que tuvo la de Chile. La modernización económica española fue dirigida desde la política y por un experto en derecho constitucional. Pinochet tuvo demasiados economistas del estilo de Chicago, pero no tuvo expertos en administración pública para modernizar el Estado.
En tercer lugar, el capitalismo autoritario gira en torno al capital y desconoce la función que cumplen en la empresa el trabajo y los trabajadores. Eso es inaceptable en el capitalismo democrático. Predomina un empleo precario y con sueldos bajos, que no les permite tener una vida digna y, menos aún, aspirar a una jubilación decente, cuando corresponde hacerlo. Los sindicatos fueron debilitados institucionalmente por el plan Laboral de 1979, para que no tuvieran poder en la empresa y se quitaron beneficios económico-sociales. El reciente rechazo a la reforma laboral confirma esa orientación del capitalismo autoritario, con políticos de la Concertación que se opusieron al fortalecimiento de los sindicatos y de la negociación colectiva.
Esta es una muy importante diferencia con el capitalismo democrático, que considera a los trabajadores como importantes actores en la empresa y les reconoció derechos a través del Estado de bienestar. La economía social de mercado de Alemania considera la coparticipación en la dirección de las empresas y la negociación colectiva a nivel de ramas de la economía.
La continuidad de esta asimetría de poder en la empresa perjudica al sistema económico y político porque la agenda pública se orienta hacia aquel que tiene más recursos institucionales y económicos, que están en el mundo empresarial. El capitalismo democrático requiere tomar en cuenta a los dos actores y ello necesita que se introduzcan cambios institucionales.
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En cuarto lugar, el capitalismo autoritario ha generado un nivel de concentración de la riqueza que daña la calidad de la democracia, porque es fuente de desigualdades políticas. Como ha mostrado Eduardo Engel, el 0,1% de la población, los “notables económicos” según Robert A. Dahl, concentran el 13,7% del ingreso, porcentaje más alto que el que existe en EE.UU., de 10,5%. Si se examina el ingreso que posee un porcentaje menor de la población, el 0,01% (unas 1.700 personas), concentra el 6,2% del ingreso, bastante superior al que tiene ese mismo porcentaje de individuos en los EE.UU., donde alcanza al 4,08%.
Este altísimo nivel de concentración de la riqueza plantea, con mayor fuerza que en los países con capitalismo democrático, la pregunta de Dahl (1961): “¿Quién gobierna?”. El capitalismo democrático dispone de instituciones para impedir que las desigualdades económicas se conviertan en una fuente de desigualdad política. Entre ellas se encuentran el financiamiento público de los partidos y de las campañas electorales y los límites al gasto electoral. En esa misma dirección están las incompatibilidades a ex ministros y altos funcionarios que pasan a trabajar al sector privado en el mismo ámbito en que estuvieron en el Gobierno, para limitar los alcances de la “puerta giratoria” entre el Ejecutivo y las empresas.
En Chile no se ha establecido un régimen de incompatibilidades que apunte es esa dirección, como lo tienen las democracias avanzadas. Son numerosos los casos de ex ministros y altos funcionarios de Gobierno que pasaron con relativa rapidez a trabajar en o con el sector privado, como directores o asesores de empresa, rectores y vicerrectores de universidades, o creando empresas o consultoras de comunicaciones o lobby. Esto ha creado un complejo y sólido entramado de relaciones entre el poder político y económico que limita la autonomía del poder político en relación co el sector privado, lo cual refuerza una agenda que beneficia a este y no al interés general.
En estos momentos, el ministro de Hacienda reitera esa tendencia de no controlar la puerta giratoria en el proyecto de ley de la Comisión de Valores, cuyos integrantes tendrán una incompatibilidad absoluta y remunerada de solo tres meses. La OECD plantea una incompatibilidad absoluta y remunerada durante un año.
La limitada autonomía de la política respecto del poder económico se reforzó por no establecer un financiamiento público a la política (hasta las elecciones de 2005 a las campañas electorales y el 2015 a los partidos). Esta fue un muy grave error, que ha causado un profundo daño a la democracia, especialmente en la confianza a sus instituciones y élites. Era esperable que la neutralidad del Estado en el financiamiento de la política empujaría a los candidatos, dirigentes de partidos y políticos que hicieron carrera fuera de estos, a buscar apoyo en las empresas. Fue lo que ocurrió y que ahora conocemos por las investigaciones del Ministerio Público y de periodistas, una realidad escondida que ha explotado como una bomba de racimo, cuyas consecuencias todavía se sienten y repercutirán por un largo tiempo.
Son los casos Penta, SQM –controlada por el ex yerno del general Pinochet, Julio Ponce Lerou–, Corpesca –del grupo Angelini–, entre otras, que han favorecido a candidatos de todos los partidos y hasta postulantes a La Moneda. Este financiamiento de empresas, ilegal, alegal y legal, pero no transparente, ha fortalecido una agenda legislativa pro empresarios y, peor aún, ha servido para el tráfico de influencias y el cohecho.
En quinto lugar, instituciones del capitalismo autoritario, como las AFP, no cumplen las funciones por las cuales fueron creadas. Sus contralores quieren seguir viviendo en el mejor de los mundos: ser instituciones de lucro, que el Estado financie aquello que ellas no hacen, como son las pensiones de los trabajadores con bajas remuneraciones, y que se haga cargo de exigir a las empresas que les entreguen las cotizaciones que cobran a sus trabajadores y que no lo hacen. Las AFP simulan preocuparse del pago de ello, demandando a las empresas ante la justicia, recargando la labor de los tribunales, pues hay centenares de miles de demandas, que después no activan.
Si se pide que el Estado continúe poniendo recursos en un sistema formado por seis grandes empresas, cinco de las cuales pertenecen a inversionistas extranjeros, el Estado debe asumir un protagonismo activo, provocando un cambio institucional y establecer otro sistema de pensiones, basado en la solidaridad y no en el individualismo. Es un ámbito concreto para llevar a cabo el comienzo del cambio del capitalismo autoritario a uno democrático.
Recientemente, el politólogo alemán Wolfgang Merkel (2014), director de la unidad de investigación “Democracia: estructuras, desempeño, desafíos”, del Centro de Investigaciones en Ciencias Sociales de Berlín (WZB), y profesor de la Universidad Humboldt de la misma ciudad, preguntaba si acaso el “capitalismo es compatible con la democracia”, por el negativo impacto que han tenido en ella las políticas neoliberales, el mayor poder del sistema financiero internacional, la globalización y la concentración de la riqueza, ante las políticas de apoyo a los bancos el 2008 por el gobierno de Obama y para enfrentar la crisis en Grecia por la Unión Europea, que han tenido enormes costos económicos para las democracias europeas.
Algunos hablan de una crisis del capitalismo, que estaría llevando a la crisis de la democracia. Merkel cree que no es la crisis del capitalismo lo que desafía a la democracia, sino que las políticas económicas neoliberales aplicadas para enfrentarla. En nuestro caso, esa amenaza es aún más fuerte porque se trata de un capitalismo autoritario, que no tiene los recursos institucionales que posee el capitalismo democrático, que le permite ser compatible con la democracia.
La elección presidencial constituye una coyuntura crítica, en el sentido que es una oportunidad para introducir cambios en el sistema político, rompiendo inercias que han imperado durante largos años. La ciudadanía espera cambios y las instituciones tienen una mayor flexibilidad para asumir modificaciones. Es de esperar que la del 2017 cumpla esa función y se debatan los problemas de fondo que tiene el país, entre los cuales se encuentran los económicos.
El sistema económico debe dejar de ser un dominio reservado, donde las decisiones se adopten considerando a la política y no prescindiendo de ella con criterios tecnocráticos. Chile tiene una larga historia de desencuentro entre el desarrollo político y el subdesarrollo económico, planteado muy bien por Aníbal Pinto en su importante libro de 1958, que no pierde actualidad. Los cambios institucionales y en la toma de decisiones en el sistema económico, junto a cambios en el orden político, permitirán alcanzar una democracia soberana.