Sí, es cierto: Caval tiñó el rostro y el corazón de la presidenta, pero la gestión de la reforma educacional le quitó el alma y su razón de ser a un gobierno que hoy no tiene cómo explicar lo que una vez sí quiso hacer.
Recurrir a Caval a estas alturas para explicar al gobierno de la presidenta Bachelet es tan miope como aburrido. Es cierto, el caso dañó tanto la imagen de la presidenta que ella dejó de ser quién había sido a ojos de la ciudadanía. Lo de ella era la pureza de intenciones, más allá de las razones o consecuencias. Representaba el ideal de madre, cuidadosa, contenedora y al mismo tiempo respetuosa y simétrica. En fácil, se la quería porque ella realmente quería a la ciudadanía, no la re-quería.
Todo o parte de eso se desvaneció por Caval y el manejo que de él se hizo.
Sin embargo, otra cosa es pretender, desde ahí, construir un relato sobre la mala evaluación de su gobierno. Eso es tan reduccionista como injusto. De hecho, quienes hacen la evaluación (mala) de su gobierno, que son los ciudadanos, ni lo creen ni lo sienten así.
Mucho más sentido explicativo tiene para la ciudadanía el cómo se diseñó e implementó mal la reforma más emblemática y ansiada de su gobierno. La reforma tan largamente esperada y que esta vez sí se soñaba que tendría rostro y corazón ciudadano.
Sin embargo, pasó que se encontraron al poco tiempo, e inconsultamente, con una reforma educacional que se proponía bajar de los patines a quienes con mucho esfuerzo habían comprado unos. Se les dijo que los colegios con nombres foráneos eran siúticos e innecesarios, un espejismo en el que caían los incautos hijos de la movilidad social “chilensis”. Más difícil aun de entender resultó que, sin partir ofreciendo mejorar la educación municipal, se apuntara con el dedo a aquellos que optaban por elegir los colegios de sus hijos, como si ellos fueran los responsables últimos de la segregación.
Y esas iniciativas reformistas no fueron particularmente responsabilidad directa de Bachelet ni menos de Caval.
Por otra parte, a quienes aspiraban a la educación superior, se les habló de distintas gratuidades, las totales y las parciales, las que eran garantizadas y las que estaban en glosas, las universales y las locales, las del CRUCH y las otras, y, para qué seguir.
Y esos zigzagueos y devaneos no fueron particularmente responsabilidad directa de Bachelet ni menos de Caval.
A tanto llegó la confusión y desorientación que la gente se aburrió de la palabra y no quiso escuchar más de la reforma al punto que, pienso que de cara a lo que viene, el concepto mismo dejó de entenderse como evolutivo para devenir en gatopardismo.
No fue sólo Caval quien dejó sin relato a un gobierno que hoy no puede montarse sobre su gran promesa de campaña y contarles a los ciudadanos que pueden volver a creer en la calidad de la educación pública no emblemática. Decirles, con el orgullo propio de los logros, que efectivamente la educación es un derecho y no un bien de consumo, como la narrativa anterior los había convencido. En fin, que valió la pena.
Hoy el gobierno está mal evaluado porque objetiva y subjetivamente la ciudadanía siente y cree que no ha hecho las cosas bien, nada bien, dicen. Pero además está empantanado sin poder articular un relato verosímil sobre sí mismo.
Sí, es cierto: Caval tiñó el rostro y el corazón de la presidenta, pero la gestión de la reforma educacional le quitó el alma y su razón de ser a un gobierno que hoy no tiene cómo explicar lo que una vez sí quiso hacer.