Publicidad
Chile a la distancia II Opinión

Chile a la distancia II

Publicidad
Pepa Valenzuela
Por : Pepa Valenzuela Periodista, escritora, columnista y profesora de narrativa. Es autora de Un Lugar en la Tierra (El Mercurio Aguilar, 2013) y Papito Corazón (Ediciones B, 2015) Es profesora de talleres de relatos de no ficción y memorias. Actualmente, está en el máster de escritura creativa en NYU y vive en Nueva York.
Ver Más

Acá he vivido en barrios afroamericanos, en proceso de gentrificación, en barrios latinos, en espacios más bien periféricos, alejados de Manhattan. Nunca me han tocado alguna parte del cuerpo en la calle ni me han dicho un insulto. En Chile me pasó todos los días, esa es mi experiencia.


A fines de marzo, publiqué en este diario un ensayo que originalmente se llamaba “Chile a la distancia” y cuyo título fue cambiado a “Me cansé de Chile”. En él hablaba de las cosas que me agotan de mi patria y que me empujaron a tomar distancia viviendo un par de años en el extranjero. También hablaba de las cosas que me dan fe de mi país, las luces de esperanza que veo para construir un futuro mejor y explicaba por qué busqué el tiempo de hacer esta reflexión: porque a Chile lo quiero y me importa lo que pase allí.

La reacción fue apabullante; esa es la palabra. Fue un texto sumamente compartido y comentado, me llegaron cientos de correos con felicitaciones, puntos de vista parecidos o que diferían en algunas cosas, gente que compartía su experiencia de chilenidad conmigo desde Chile y otros países. Y por supuesto también hubo trolleo.

Era lógico que sucediera y me lo esperaba. Trabajo como periodista desde los 20 años y desde entonces he lidiado con los efectos de la publicación en medios masivos. Por mi trabajo sé lo que pasa cuando escribes un ensayo de opinión de temas delicados y contingentes y cuándo un tema puede sacar aplausos y ronchas.

Sin embargo, esta reacción fue mucho más grande de lo que preví y estoy muy contenta de que haya sucedido, con lo bueno y lo malo: lo que me motivó a escribir y publicar el primer ensayo fue compartir un punto de vista, sembrar, generar reflexión, debate y aportar al pensamiento crítico en mi país, a pesar de que estoy lejos y tengo una rutina bastante pesada donde estoy.

Ese es uno de los deberes que los periodistas tenemos que cumplir: informar, pero también generar reflexión. Poner temas sobre la mesa, sobre los cuales vale la pena detenerse a pensar. A otros representantes de la esfera pública les toca presentar soluciones, propuestas y políticas públicas. Lo mío tiene que ver con el ámbito de la expresión, opinión y debate. Sin embargo, quienes leyeron con detenimiento el primer ensayo pudieron ver que al final me atreví a apuntar ciertos caminos que me parece pueden mejorar el panorama. Lo central para mí fue que ese debate y conversación pública sucedieron. Me alegra enormemente.

De todos modos, me detuve nuevamente a escribir este segundo ensayo para compartir ciertos temas y preguntas que surgieron a raíz del primero. Al menos a mí me dejaron pensando un rato más y para quienes reflexionaron con la columna de pronto puede tener sentido compartir estas reflexiones.

Una de las cosas que me llamó la atención es que gente que no me conoce y que no sabe de mi origen ni mi historia, habló con mucha propiedad de mi supuesta situación de “privilegio”.

La fantasía es poderosa y en Chile hay gente con una imaginación fecunda. Me pregunté si valía la pena romper con esa fantasía que, pienso, me situaba en la imaginación de algunos viviendo a lo Sex and the city, en un departamento en el West Village o el Soho, comprando ropa en la Quinta Avenida. Me lo pregunté y me respondí que sí, valía la pena, para demostrar un punto. Así es que aquí voy.

Soy la hija única de un matrimonio chileno de clase media. Nací y crecí en las Torres de San Borja, pleno centro de Santiago. Mi madre viene de los pueblos mineros de la Octava Región y es secretaria; mi papá, cuya familia es de Cauquenes, empezó trabajando como cajero en un banco. Como era hija única, pudieron estrujarse haciendo un sacrificio enorme por darme una buena educación. Siempre estuve muy consciente del esfuerzo que estaban haciendo por mí, así es que aproveché esa oportunidad a concho. En el colegio y en la universidad.

Empecé a trabajar a los 20 años y a cada uno de mis trabajos como periodista llegué proponiendo ideas, o porque ya me habían leído textos, sin conocer a nadie, ser hija, familiar ni amiga de nadie importante. Nunca tuve auto. Viví siempre en el centro. Como periodista uno gana poco, pero elegí bien, porque me fascina mi oficio y he disfrutado cada momento de ejercicio profesional. También hice clases de periodismo durante muchos años. Si he viajado, ha sido gracias a mi trabajo. No sé de dónde salí alta y tampoco de dónde vienen mis rasgos. Pero, en mi caso, a veces el clasismo chileno operó a la inversa: por mi apariencia física muchas personas piensan o han pensado que pertenezco a la clase alta, que soy cuica o como quieran llamarle, aunque eso está lejos de la realidad.

Llegué a Nueva York becada: la universidad donde estudio me becó porque consideraron que mi trayectoria laboral y mi muestra de escritura eran valiosas. No me conocían. Si no tenía contactos en Chile, menos los tenía acá. Si no hubiera tenido beca, no habría podido estudiar ningún posgrado ni irme a vivir fuera del país. Aquí en Nueva York vivo como estudiante.

Volver a vivir como estudiante en una de las ciudades más caras del mundo y después de haber vivido más de diez años como profesional, no fue fácil. Pero era uno de los costos de este cambio de vida que estaba buscando. He pagado ese costo y no me arrepiento.

Si hubiera querido vivir una vida de lujos, de partida habría estudiado otra cosa. El dinero o tener cierta posición de “privilegio”, para usar la misma palabra que han usado conmigo, no era ni es parte de mis prioridades. Vivo lejos de Manhattan. Compartí casa y ahora vivo en un barrio en Queens de clase trabajadora, donde predominan los latinos y europeos del este, que me gusta por su tranquilidad.

Estoy muy agradecida de cada una de las puertas que se me han abierto. Pero nada de lo que he logrado ha sido un regalo, sino, valga la redundancia, un logro.

He trabajado muy duro desde niña para llegar aquí. Y no es que haya llegado muy lejos que digamos, pero sí se siente muy bien saber que cada una de las cosas que he hecho y las oportunidades que me han ofrecido, son porque me las gané con mucho esfuerzo. Por eso, cuando leí sobre mi supuesta situación de “privilegio”, solo me causó gracia. Tengo claro que, para algunas personas, la mía puede ser una situación mejor, incluso deseable, todos tenemos a personas que están mejor o peor que uno, dependiendo de los parámetros que uno busque para su vida. Yo trato de no compararme. Sí tengo claro que lo mío ha sido puro ñeque y trabajo duro y, por eso, no me siento culpable de lo que he ganado. Agradecida, pero culpable, no.

[cita tipo= «destaque»]Un solo detalle para añadir aquí sobre la paradoja: mientras se decía que yo era privilegiada, un par de miembros de la elite cultural y económica chilena, decían que lo mío, o mi texto, era provinciano. La comparación me parece cómica. En una misma racha fui calificada de privilegiada y provinciana. Había escrito que en Chile hay personas muy peleadoras. Qué más prueba de eso podía tener. [/cita]

Si aclaro aquí estos detalles de mi historia no es para causar empatía ni compasión. Yo estoy muy conforme con la vida que tengo y, cuando algo no me gusta, trabajo para tratar de cambiarlo. Solo cuento un poco de mi historia porque prueban un punto que expresé en mi primera columna: en Chile de pronto hay gente que habla y se entromete en vidas ajenas con una liviandad pavorosa, sin tener idea de lo que habla y asumiendo cosas que no son. Dan cátedra sin conocimiento de causa.

Pero, más importante aún, todo esto me da pie para plantear esta pregunta: como se criticó tanto mi supuesta posición de “privilegio”, supongo que, si eso fuera cierto, si yo perteneciera a una clase alta o verdaderamente privilegiada, mi punto de vista tendría menos validez que otros. No tendría tanto derecho para hacerlo.

O sea, para algunas personas, alguien que está en una situación de “privilegio” no puede expresarse ni dar una opinión. O, si lo hace, tiene menos peso que otras menos privilegiadas.

¿Vale más una opinión cuando menos recursos tienes? ¿Es la menor cantidad de recursos o ser “menos privilegiado” una garantía de un punto de vista más sensato, completo y honesto? ¿Se piensa mejor cuando no tienes “privilegios”?

Entiendo que algunos asocian privilegio con clase alta-dinero-posición-burbuja y, desde ahí, desde la burbuja, creen que no es posible  ver el mundo en su total dimensión; menos, opinar con propiedad sobre él. Concuerdo a ratos. Pero hay de todo: gente que ha salido de la burbuja y ha visto el mundo. Gente que nunca salió de allí y no le importa hacerlo. Y gente que nunca ha pertenecido a ninguna burbuja, como es mi caso.

Para mí lo central es que cada quien mira el mundo desde una vereda e historia particular. La validez de un argumento no tiene que ver con la posición sino con el entendimiento, la capacidad argumentativa y cómo esta se exprese. Un solo detalle para añadir aquí sobre la paradoja: mientras se decía que yo era privilegiada, un par de miembros de la elite cultural y económica chilena, decían que lo mío, o mi texto, era provinciano.

La comparación me parece cómica. En una misma racha fui calificada de privilegiada y provinciana. Había escrito que en Chile hay personas muy peleadoras. Qué más prueba de eso podía tener.

También se habló de Nueva York y Estados Unidos.

Primero, que yo hablaba desde Nueva York  y que comparaba a Chile con esa vara, la neoyorkina. Al respecto, me llama la atención el imaginario que provoca solo el nombre Nueva York. Dices que vives en esa ciudad y te imaginan teniendo la vida del oso, abanicándote en el Upper West Side, yendo a Broadway todas las noches a ver musicales. Nada más opuesto a mi vida.

Como en todos los lugares del mundo, en Nueva York se vive de maneras muy distintas y no todo es color de rosas. Trabajar, estudiar, llegar como inmigrante y ahora, especialmente ahora, ser latina aquí, no es miel sobre hojuelas. Para la mayoría de las personas, la neoyorkina es una vida sumamente dura y agotadora. Esta ciudad es de climas, distancias, opciones extremas, es fascinante, pero también te estruja. Hay que tener paciencia, temple y mucho aguante.

Pero mi tema no era mi vida aquí, sino Chile. Sin embargo, algunas personas se sintieron ofendidas de que estuviera analizando a mi país desde acá. Pensaron que por el solo hecho de estar en Nueva York, me las estaba dando de superior o especial. No es así: tengo una vida con aciertos y obstáculos, como todos. Y no me creo mejor que nadie ni, menos, ando sacando pica de estar aquí. Sería infantil de mi parte. Solo creo que tengo el derecho, como ciudadana, persona, profesional, de opinar y expresar esa opinión. Es más, tengo el deber como periodista.

Siento que este prejuicio en parte tuvo que ver con Nueva York –tan asociado al éxito y al glamour–, pero también con el hecho de que soy mujer: aún causa extrañeza una mujer que opina y que escribe sin pedir perdón ni permiso. Aún esa mujer será sentida como creída, mandona, bossy le dicen acá. ¿Y esta mina qué se cree para andar opinando? Ese es otro tinte de machismo. Opinar es un derecho humano y lo podemos ejercer todos. Nosotras también. Pero puchas que les da rabia a algunos (y lamentablemente a algunas) ver a una mujer expresándose con argumentos y sin miedo.

Me importa decir que mi punto no era comparar a Nueva York con Chile. Esa comparación sería obscena, pornográfica. Sí quería manifestar que en otros lados se vive con más respeto hacia las mujeres y las libertades personales, para poner el acento en cómo se violan esos derechos en nuestro país. Ese respeto sucede también en otras latitudes. Y sucede acá en ciertas ciudades de Estados Unidos, y en Nueva York con muchísima más frecuencia y magnitud que en países latinoamericanos y, en particular, Chile. Quería poner de manifiesto que no en todas partes del globo te sientes tan violentada y agredida, que no en todas partes la gente entra en tu vida como Pedro por su casa.

Otros exigieron que hablara de Estados Unidos, preguntaron por qué no describía las pestes de este país, de esta ciudad y de esta sociedad, la gringa. Simplemente porque no era el tema de mi ensayo.

Mi ensayo versaba sobre Chile y cómo lo miraba a la distancia. Me pregunto qué habría pasado si me hubiera quedado solo en eso –en el concepto de distancia– sin haber mencionado que estaba aquí. Creo que algunas reacciones habrían sido muy diferentes. De todos modos, puedo decir que evidentemente la sociedad estadounidense tiene muchos peros y ese es un tema que da para libro, pero, de nuevo, no era el objeto de mi texto. Por lo demás, llevo muy poco tiempo acá como para analizar tan detalladamente una cosa así: a Chile lo conozco mucho más y, sí, me importa más también. La distancia además otorga algo importante: perspectiva. Esa perspectiva era la que quise compartir.

Sí puedo decir que Nueva York no es Estados Unidos. Que es también conceptualmente una isla: un espacio multicultural, más respetuoso y progresista que el resto de los estados estadounidenses y que, en ese sentido, siento que estoy en una república independiente. Cada cual tiene una experiencia única con esta ciudad.

La mía ha sido muy buena: llegué a un programa latino donde conocí a otros poetas y escritores latinoamericanos. Algunos de ellos ahora son mi familia. Y también tengo amistades profundas y ciertas con gente de distintas nacionalidades, incluidos estadounidenses. Leí mucho prejuicio con los gringos: que los gringos son fríos, duros, que no quieren a nadie, que te puedes morir aquí y a nadie le importa. No son todos. Una cosa es la cultura, la sociedad, el Presidente, la política; otra, las personas.

Yo tengo amigos gringos muy humanos, personas espectaculares. Acá he llegado a sentir que mi red afectiva es tanto o más cálida y bella que la que tengo en Chile y en otras partes del globo. Donde uno esté, al final se rodea de gente que está en la misma sintonía amorosa que uno.

Repito: mi tema anterior no era Estados Unidos ni Nueva York. Para una de mis clases del máster estoy escribiendo crónicas sobre cómo se vive en esta ciudad. Ahí mi foco sí es Nueva York y quienes quieran saber de los peros y gracias de vivir aquí, deseo que puedan leerlo más adelante, cuando las termine y publique.

Leí también estas palabras sobre mi primer ensayo: berrinche, pataleta. Así habría sido si yo hubiera dicho: Chile es tonto, malo y pesado. Eso es una pataleta. Un ensayo con ejemplos, argumentos y punto de vista, no es pataleta, aunque haya gente que no esté de acuerdo con lo expuesto. Esa es otra cosa.

Entiendo que hubo personas que se cansaron y no leyeron la segunda parte del ensayo, pero tristemente en Chile se lee poco y la comprensión de lectura es escasa, es una realidad. Lo penoso, sí, es que estas palabras salieron de la boca de mujeres.

El machismo de las mujeres es uno de los que más dolor me causa: descalificar a otra cuando no piensa igual que tú, diciéndole que tiene un berrinche, es decirle que es histérica, loca, descontrolada, lo mismo que dicen los machistas cuando una mujer saca la voz, piensa y lo dice. Esto es de una tristeza y precariedad muy grandes.

Quiero hablar aquí sobre el debate y cómo se debate.

En mi ensayo escribí que en Chile la gente no sabe argumentar ni debatir. Que no saben pedir sin gritar. Hay gente que tampoco sabe debatir sin agredir al otro. Tú puedes manifestar tu punto de vista, decir que no estás de acuerdo por X e Y, pero, cuando descalificas, intentas burlarte, ironizar, bajarle el perfil, afirmar que tienes la razón o que tu punto es mejor que el otro, cuando intentas decirle al de al lado cómo tiene que pensar y actuar, ya no hay debate sino un intento de poner la pata encima y ganar.

Ciertas personas piensan que el fin del debate es convencer al otro, por la razón o la fuerza, de que está equivocado y que él o ella está bien. El debate no es competencia. Se trata de expresar posturas con respeto. Solo de ese modo tú puedes escuchar a quien piensa diferente. Pero cuando te agreden en la forma, hasta el más sensato de los contenidos se invalida.

Yo hice un ensayo fastidiado y escribí contra fenómenos culturales y sociales de mi país que ahora miro a distancia, no ataqué a ninguna persona en particular. Quise compartir la mirada, la frustración y la esperanza que tengo respecto a Chile. Descubrí que había cientos, quizás miles, que pensábamos parecido –chilenos allá y en otros países– y que había otros que no. Pero no pretendía convencer a nadie de que lo mío es cierto o mejor que otras visiones, imponerme, ser autoridad de nada ni fundar un ejército de gente que opere mentalmente como yo. Sería muy burro pretender algo así. Mi intención es que se piense, que haya autocrítica y conversación. Punto. Eso pasó y me siento pagada.

Sí tengo que decir aquí que hace mucho tiempo tengo como política personal no responder ni dialogar con quien no sabe disentir o exponer una idea sin agredir o atacar de manera personal. Puedo conversar con quien piensa diferente pero se expresa con respeto y ganas de diálogo. Sin embargo, ponerme a discutir con gente violenta, grosera, agresiva, sería rebajar la discusión misma a un intercambio de aletazos al que simplemente decidí nunca asistir. Para algunos es extremo, para mí es autocuidado y salud mental. Y desinterés: hay ciertos modos que simplemente no me interesa explorar.

Otra idea errada del debate es pensar que hay que debatir con todos bajo cualquier circunstancia. Tampoco creo que sea así. No es mandatorio entrar a cualquier ring. Parte del derecho de expresión es elegir con quién una quiere dialogar y en qué tribuna y tono le parece adecuado hacerlo.

Sobre la violencia contra la mujer, se dijo que pasa en todos los países latinoamericanos, en Nueva York también, no solo en Chile. Es cierto: la violencia contra el género es un problema mundial, las protestas feministas ahora están en todos lados, pero claramente ocurre con más fuerza y frecuencia en los países latinoamericanos. En Nueva York, obviamente que también sucede, pues degenerados hay en todas partes del mundo. Pero en lo personal no me ha tocado o ha sido tan poco comparado con lo que viví en Chile, que ni siquiera lo sentí.

Acá he vivido en barrios afroamericanos, en proceso de gentrificación, en barrios latinos, en espacios más bien periféricos, alejados de Manhattan. Nunca me han tocado alguna parte del cuerpo en la calle ni me han dicho un insulto. En Chile me pasó todos los días, esa es mi experiencia.

Lo que sí me molesta sobremanera es cuando un hombre dice cosas como que la violencia y el acoso callejero contra las mujeres suceden en todos lados y habla con más propiedad que una mujer sobre un tema que nunca –por una condición biológica, anatómica– va a experimentar en carne propia.

Me molesta, porque decir que pasa en todos lados es bajarle el perfil y naturalizarlo. No debiera pasar aquí, en Chile ni en China. Me molesta que se hable con esa propiedad, porque implica invalidar o bajarle el perfil al punto de vista y testimonio de quien sí es verdaderamente blanco y víctima de este tipo de violencia: las mujeres. Es como decirnos: “No alharaqueen. Si es normal que pase. Pasa hasta en Nueva York”.

Sí, pasa en Nueva York, pero infinitas veces menos que en Chile y Latinoamérica. Que un hombre haga una cosa así, me parece inaceptable.

Otro punto: la violencia de género y el acoso callejero que se viven en Chile son muy particulares y eso nunca podrán saberlo los hombres. El de nuestro país es un acoso solapado, violento, de una perversión bien específica y, lamentablemente, característica de nuestro país. Toda chilena de a pie puede dar cuenta de eso.

Dijeron también: para aportar a Chile hay que hacerlo en Chile, eso es lo único valioso. Para mí, esto es otra falacia. De un patriotismo mal entendido y de un localismo miope que no comparto.

En un mundo globalizado e interconectado como en el que hoy vivimos, donde las migraciones humanas son pan de cada día, decir que hay que quedarse en el país de cada quien es lo que se necesita para aportar, me parece estrecho, por decir lo menos. Según ese criterio, entonces todos los escritores, artistas, creadores, pintores, pensadores chilenos que vivieron en el extranjero no han aportado nada al país. Pobre Bolaño, pobre Matta, pobre Mistral, que murió en esta ciudad.

Según ese criterio, todos los inmigrantes que están allá, buscando un futuro mejor para ayudar a sus familias, no contribuyen en nada a sus patrias. Según ese criterio, todos los que están en territorio patrio están aportando a Chile.

Claramente no es así: hay chilenos que están allá y que están muy lejos de ser un aporte; hay chilenos que viven en el extranjero y que han sido y son un orgullo para Chile y han dejado el nombre del país muy bien puesto en el mundo; y hay chilenos que aportan mucho en el territorio nacional. Se puede aportar a Chile desde Chile o desde lejos.

Además, hay una cosa medio mártir en ese argumento: hay que aguantar aunque no te guste, porque se aporta allí, donde las papas queman, no importa si te han violentado, si has tenido malas experiencias, si no te sientes a gusto.

Yo no comparto ese espíritu con tendencia a la autoinmolación. Cada cual elige la vida que quiere vivir y dónde la quiere vivir, desde dónde y a qué quiere aportar.

Yo aporté en Chile los 34 años que estuve allí. Pero no me voy a poner a decir lo que he hecho, porque me da pudor y lo considero innecesario. Si hay alguien que quiera revisarlo, una búsqueda sencilla en Google puede dar cuenta de ello.

Aporté allá y continúo haciéndolo desde acá. Y aquí donde estoy, también contribuyo: desde hace un año fundé y organizo, con otros compañeros del magíster, lecturas en español gratuitas en centros culturales y librerías, para la comunidad latina, para preservar el español, empoderarnos y motivar la lectura y la escritura. En enero ganamos un fondo y con ese dinero estamos realizando tres talleres de escritura gratis para los latinos que viven aquí. En Estados Unidos, un tercio de la población habla español.

Quien quiera puede ver lo que hacemos, estamos en Facebook, nos llamamos The Itinerant Writing Workshop in Spanish. Comparto esta iniciativa porque lo que realizamos con los latinos acá, no es solo una siembra en Nueva York. Es un trabajo más global y geográficamente difícil de dimensionar. Lo que estamos haciendo repercute en nuestros países. Y puede generar réplicas, efectos, en otros lugares del mapa, incluido Chile.

Este es solo un ejemplo puntual. Me refiero a que los aportes, donde sea que estén, viajan ahora más allá de las fronteras. Todo se expande.

Por eso yo siento que uno tiene que colaborar en su origen y donde esté. Chile es parte del mundo. Hay chilenos a los que nos interesa aportar en la patria y también en un espacio más amplio que el límite de nuestras fronteras. Lo importante es aportar y no darle instrucciones al resto de dónde y cómo hacerlo.

Hablemos de lo nutritivo, de lo luminoso: gracias a este ensayo, me escribieron cientos de personas. Quedé gratamente sorprendida con testimonios, experiencias y escritos de compatriotas conscientes y preocupados por el país, que entendieron el propósito del texto y se dieron el tiempo de escribirme.

Algunos compartían mi visión, otros diferían en algunos puntos, pero lo importante es que pudimos conversar porque había respeto, ganas de intercambio saludable, altura de miras. Comprobé que hay muchísimos chilenos talentosos y bien preparados haciendo trabajos desafiantes en lo intelectual, cultural y político en Chile y también en muchos lugares del mapa: me escribieron científicos, biólogos, profesores, creadores, arquitectos, ingenieros, emprendedores desde Polonia, Nueva Zelanda, Canadá, Italia, Suecia y un largo etcétera.

Sí se repitió un patrón en algunos de esos correos: había un montón de gente que no quería manifestar su opinión en Chile o redes chilenas por temor. Habían renunciado ya a debatir y participar de la conversación pública del país, por la virulencia de los comentarios, la violencia de las redes sociales y el poco respeto.

Eso me dio tristeza, ver que la violencia ha ganado una batalla con muchos compatriotas increíblemente interesantes, inteligentes, con mucho que aportar y que decir, pero que se abstendrán, al menos hasta el momento en que se aprenda a debatir como la gente.

Sin embargo, me quedo con lo positivo: hay chilenos muy capaces poniendo el nombre de Chile muy alto en el país y en el extranjero. Da mucho gusto. Gracias a cada uno de ustedes por escribirme, por sus palabras, cariño e intercambiar puntos de vista. Aún estoy respondiendo correos, ténganme paciencia, nada más porque pretendo responderles a todos.

Me encantaría detenerme más en este debate o tener tiempo para escribir más sobre otros temas que salieron a raíz de esto: las bondades de Chile (algunas las mencioné en el primer ensayo), Estados Unidos en la era Trump, Nueva York. Pero mi interés central –motivado por mi pronto y provisorio regreso a Chile– era este que salió ya publicado. Acá la vida es intensa, corre muy rápido y tengo que volver a mis tareas, que son montones. Tuve que sacar tiempo de uno muy escaso y preciado para escribir estos textos, pero siento que valió la pena.

Ahora quise retomar temas que salieron del primer debate, comentarlos, plantear lo que pienso sobre ellos, porque creo que pueden abrir más reflexión. Pero, principalmente, quiero con este texto darles una señal a quienes quieran ejercer su derecho a expresión, especialmente a las mujeres.

Quiero decirles de este modo que, aunque haya controversia, gente que agreda de vuelta o trate de invalidar sus argumentos, nunca renuncien a su derecho a decir lo que piensan. Que ojalá nada las intimide ni las coarte, porque la violencia no merece ganar esa y ninguna partida.

Y lo último: agradecer la avalancha de correos y buena onda que sigo recibiendo día a día gracias al primer ensayo. Me dieron aún más esperanza en el futuro. Mil gracias por eso.

Publicidad

Tendencias