¿El próximo Gobierno, el nuevo Parlamento, la ciudadanía, los inversionistas y las grandes empresas estarán plenamente informados sobre qué es lo mejor para Chile? Estamos convencidos de que sí. Sería irónico y un pésimo negocio que gran parte de la rentabilidad conseguida por un mayor crecimiento económico terminemos gastándola en reconstruir los daños provocados por los eventos climáticos extremos que nos afectarían los próximos años (inundaciones, incendios forestales, marejadas, sequías, elevación del nivel del mar, aluviones, etc.). Un esfuerzo que terminaría en suma cero, o incluso, negativa.
¿Cuánta seguridad deberíamos tener para enfrentar eventos climáticos extremos y atenuar impactos negativos sociales, económicos y medioambientales? En materia de opciones, los científicos no pueden decidir por nosotros o por nuestros Gobiernos. Lo que sí han hecho es señalarnos –por todos los medios posibles, incluido ponerle un precio al carbono mediante gravámenes fiscales– que la disminución drástica de nuestras emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero, es la mejor opción y la más efectiva para disminuir los riesgos. No hay otra forma, no hay otra escapatoria.
A la vista de las últimas evidencias (incendios forestales, olas de frío, huracanes, inundaciones, etc.), la humanidad con incredulidad comienza a asimilar la dura verdad: estamos inmersos en una cadena de eventos extremos, propios de un calentamiento global, el más prolongado en 137 años de registros. Ya no nos asombramos como hace 10 años, sino que estamos acostumbrándonos a los desastres en todas las estaciones del año. Antes sucedía solo en invierno. Algunos no lo querían ver, y aplicaban la política del avestruz. El Presidente Trump, que negaba los hechos, hace unos días terminó reconociendo lo innegable y anunció estar dispuesto a reincorporar a Estados Unidos en el Acuerdo de Paris, principal instrumento mundial para combatir el cambio climático. En otras palabras, los hechos van superando la resistencia, incluso de las mentes más cerradas, para que admitan que el cambio climático y sus peligros son una realidad.
En Chile se iniciaron estos últimos años procesos que van por el camino correcto, al introducir cambios en la matriz energética. Un buen ejemplo es el avance notable conseguido con la conexión del parque El Pelícano, ubicado cerca de Vallenar, Región de Atacama, al Sistema Interconectado Central (SIC) de Chile. Este proyecto fotovoltaico utiliza 254 mil paneles solares que permiten suministrar 300 gigavatios hora al año, equivalentes al consumo de 125 mil hogares chilenos. Aportará el 100% de su energía generada al Metro de Santiago, mejorando así la matriz energética con energía solar limpia, más barata, lo cual dará valor a la inversión en energía solar. Es decir, el país cuenta con una instalación para la transmisión de energía renovable, con un enorme potencial de crecimiento en una región a la vanguardia de la generación de energía solar en Chile.
Cabe subrayar, sin embargo, que este avance no significa aún un progreso en el descenso de nuestras emisiones de CO2. Para conseguirlo, incrementos en el aporte de energía solar a la matriz energética como el del proyecto El Pelícano deben ir también acompañados, gradualmente, del retiro de operaciones; por ejemplo, de las grandes empresas termoeléctricas que aún usan carbón como combustible. En otras palabras, lo crucial es disminuir las emisiones. Solo de esta manera constituiría un progreso en el combate contra el calentamiento global, cerrando el círculo vicioso de nuestras emisiones de gases de efecto invernadero.
Aún nos falta mucho para conseguir avances efectivos en muchos frentes y regiones para ser un país moderno con una economía descarbonizada. En esta materia, la principal opción ambiental a la cual tendrá que responder el Gobierno del Presidente Piñera, la más compleja, será disminuir o no, las emisiones de gases de efecto invernadero, especialmente el CO2. Inclinarse por la opción de no disminuir estas emisiones significaría favorecer y permitir a las grandes industrias y empresas que operando en Chile, a continuar con el uso masivo, fácil y contaminante de combustibles fósiles como el petróleo, el gas y el carbón.
¿Por qué afirmamos esto? Porque sabemos que en su programa, en materia económica, destaca como objetivo principal el elevar el crecimiento económico. Esperamos que ello se logre, lo necesitamos, pero no a cualquier precio. En la actualidad no podemos cimentar nuestro crecimiento como se hacía hace un siglo, quemando combustibles fósiles y contaminando por doquier. Es hora de aspirar a un crecimiento económico sin degradación ambiental, que use fuentes de energía limpias, inteligencia artificial, e instrumentos de la era digital y otras tecnologías de avanzada. Quemar carbón, petróleo, gas o leña, son acciones que pertenecen a la prehistoria de nuestra revolución industrial, no son propias de un país que se vanagloria de estar viviendo en el siglo XXI.
Esperamos con optimismo que las grandes y medianas empresas den el ejemplo inicial, reduciendo drásticamente sus emisiones y comiencen seriamente a respetar la protección ambiental, las leyes y nuestro derecho a vivir en un ambiente sano y libre de contaminación, tal como lo establece el Artículo 19, inciso N° 8 de la Constitución Política de la República de Chile, actualizada a mayo de 2017. Las empresas, los inversionistas y las instituciones tienen que aprender a controlar los riesgos climáticos, y nunca más volver a pasar por encima de los derechos de la gente y de las consideraciones ambientales.
Nuestros empresarios e inversionistas tienen que modificar también sus valoraciones respecto de la correlación entre crecimiento económico y emisiones de CO2. Nos preocupa, porque los datos muestran que los aumentos observados en las emisiones de CO2 durante los últimos 15-20 años han sido consistentes con patrones sostenidos de mal crecimiento industrial y económico, que resultan altamente contaminadores y son una fuente enorme de emisiones de CO2 y de otros gases de efecto invernadero. Ello ha ocurrido porque los gobiernos no han ejercido una fiscalización eficaz y tampoco han obligado a las empresas a respetar las normas ambientales en lo que respecta al control de las elevadas emisiones por el uso desmedido del carbón, gas y petróleo.
Cuando en 2014 y 2015 las tasas de emisiones descendieron, esto se debió a que el crecimiento económico fue afectado por la crisis económica mundial y los precios altos, por lo que el crecimiento se hizo menos carbono-intensivo. De esta forma, disminuyeron las emisiones de CO2 en todo el mundo. Para nuestro país, en el largo plazo –y pensando en las generaciones venideras–, nuestra opción más apropiada sería seguir avanzando en la aplicación de energías renovables no convencionales y en el retiro gradual de operaciones industriales que usan actualmente carbón, gas o petróleo como combustibles. Tenemos que avalar nuestro futuro crecimiento económico en la sustentabilidad y en las nuevas tecnologías libres de emisiones de CO2, y no echar por la borda todo lo conseguido hasta la fecha.
Si elevamos nuestras emisiones de CO2, por la miopía de conseguir éxito a toda costa en el corto plazo con el in de incrementar en uno o dos puntos nuestro crecimiento económico, lo que realmente haremos será hipotecar el futuro bienestar de las generaciones venideras de chilenos. Les aumentaremos sus riesgos y les disminuiremos sus opciones para abatir el cambio climático. En Chile se iniciaría un retroceso muy lamentable y vergonzoso en muchos frentes. En este asunto, no olvidemos que la ciencia debe prevalecer sobre la codicia y la ética sobre la ambición.
Un factor clave es que las acciones que se decida impulsar sean acordes a nuestro desarrollo económico y a nuestra realidad política, social y cultural. ¿Qué debemos hacer como país? ¿Cuáles son las distintas acciones apropiadas para nuestras zonas costeras, para las zonas andinas, para el Norte, para el Sur? ¿Para nuestra zona central con tendencia climática mediterránea, cada vez más árida? Nuestra enorme diversidad de ecosistemas y de zonas bioclimáticas hace aún más compleja la situación.
[cita tipo=»destaque»]Esperamos con optimismo que las grandes y medianas empresas den el ejemplo inicial, reduciendo drásticamente sus emisiones y comiencen seriamente a respetar la protección ambiental, las leyes y nuestro derecho a vivir en un ambiente sano y libre de contaminación, tal como lo establece el Artículo 19, inciso N° 8 de la Constitución Política de la República de Chile, actualizada a mayo de 2017. Las empresas, los inversionistas y las instituciones tienen que aprender a controlar los riesgos climáticos, y nunca más volver a pasar por encima de los derechos de la gente y de las consideraciones ambientales.[/cita]
¿El próximo Gobierno, el nuevo Parlamento, la ciudadanía, los inversionistas y las grandes empresas estarán plenamente informados sobre qué es lo mejor para Chile? Estamos convencidos de que sí. Sería irónico y un pésimo negocio que gran parte de la rentabilidad conseguida por un mayor crecimiento económico terminemos gastándola en reconstruir los daños provocados por los eventos climáticos extremos que nos afectarían durante los próximos años (inundaciones, incendios forestales, marejadas, sequías, elevación del nivel del mar, aluviones, etc.). Un esfuerzo que terminaría en suma cero, o incluso, negativa.
Claro que en estas materias, siempre surgen dos preguntas cruciales: ¿por qué aquellas grandes actividades industriales que más emiten CO2 no tienen gravámenes fiscales que reparen el daño provocado? y ¿por qué al reparar los desastres climáticos provocados por esa excesiva concentración de CO2, los costos terminan distribuyéndose socialmente, correspondiéndole al Estado y a la ciudadanía pagar al final la cuenta?
Para ayudar a responder este tipo de preguntas, el economista estadounidense William Nordhaus desarrolló el modelo DICE (Dynamic Integrated Climate-Economy; ver https://ideas.repec.org/p/cwl/cwldpp/1009.html), el cual integra variables sobre demografía, crecimiento económico, ciclo del carbono y las emisiones de CO2, para establecer el impacto monetario futuro de los efectos del cambio climático. El modelo se ha convertido en una herramienta clave para determinar los costos y beneficios de reducir las emisiones de CO2. Es el mejor modelo que dispone la humanidad para responder a la pregunta: ¿qué debemos hacer para poner límites al cambio climático?
Sugiero leer su libro The Climatic Casino (El casino climático), publicado por Yale University Press en 2013, en el que presenta el cambio climático como un juego de alto riesgo, pero un juego al que no tenemos por qué jugar. Una de sus principales propuestas para limitar el aumento de la temperatura media global es formular prontamente políticas públicas fundamentales para reducir el impacto del cambio climático, las cuales garanticen que gobiernos, empresas y hogares paguen un precio por las emisiones de carbono que realmente incluya el daño que generan estas tanto en términos de contaminación como de salud pública. (https://yalebooks.yale.edu/sites/default/files/files/TOC/9780300189773_nordhaus_toc.pdf). Nordhaus piensa que lo más importante de cualquier política que pretenda abordar el problema del cambio climático debería ser el criterio para fijar el precio del carbono más eficiente, que él define como “el precio de mercado o la multa que habrían de pagar aquellos que utilizan combustibles fósiles y, por tanto, generan emisiones de CO2”.
En la actualidad, Nordhaus propone que los gobiernos, las empresas y los hogares paguen un mayor precio por sus emisiones de carbono, concluyendo que es la solución más rápida y realista, por ahora. Lo que hoy se paga por cada tonelada de CO2 emitida es la nada misma. Por eso no avanzamos. En la actualidad, el precio de cada tonelada de CO2 emitida es de unos 7,5 euros para el sector industrial en la UE y EE.UU. En Chile, nuestras empresas pagan incluso menos, alrededor de US$ 5, vale decir, poco más de $3.000 chilenos, un valor ridículo equivalente a dos kilos de uva o dos horas de estacionamiento por emitir una tonelada de CO2.
El economista ha señalado la semana pasada que un gravamen fiscal a las empresas realmente eficaz se situaría entre 30 y 40 euros (aproximadamente $30.000 chilenos) por tonelada, que extendido a todas las actividades contaminantes permitiría recaudar a los países entre un 1% y un 2% de su Producto Interno Bruto (PIB), suficiente para incentivar en el menor plazo posible mayores inversiones en tecnologías limpias y energías renovables. No es posible avanzar al ritmo del goteo actual. Por el contrario, se requiere una aceleración contundente para lograr el objetivo de evitar las insuficiencias del Acuerdo de París y no superar la barrera de los dos grados Celsius en el aumento de la temperatura media global.
De aquí en adelante, tanto en el ámbito nacional como internacional, para reconocer si una política está tratando con seriedad o no el problema del calentamiento global, tendremos que valorarla a la a la luz de lo que plantea respecto al precio del carbono. Por supuesto, diseñada de acuerdo al Principio de las Responsabilidades Comunes pero Diferenciadas entre países industrializados y países en desarrollo. Pero, lo importante de señalar, es que ya no será suficiente, en ningún país del mundo, que una política pública se refiera solo a los peligros del calentamiento global, o regular la eficiencia del combustible de los automóviles, o exigir el uso de bombillas de alta eficiencia, o subsidiar las gasolinas, o prestar apoyo a las investigaciones sobre energía solar, etc. Si no toca el tema del aumento del precio del carbono, tal política habrá que considerarla como poco seria. Si lo hace, sería suficiente para tener esperanzas de que podríamos vencer el problema del calentamiento global. Este es el marco conceptual frente al cual se tendrán que evaluar las opciones del próximo Gobierno en Chile en materia del calentamiento global y cambio climático.