Cuando en los últimos años el supremacismo blanco vivió un renacer como actor político legítimo en los Estados Unidos, recurrió a la misma estrategia que hoy usa Kast (es una fórmula probada, no se le ocurrió a él). Viajaron de universidad en universidad buscando expandir sus miedos y odios entre la población. En estos últimos años, sin embargo, han admitido que deberán cambiar de estrategia: las conferencias racistas, pensadas como provocación, se habían convertido en espacios de confrontación donde el antifascismo crecía mucho más que ellos.
Kast es un provocador. Busca, con su performance intolerante, precisamente provocar la reacción en su contra que multiplique su tribuna.
De la afirmación previa, posiblemente adecuada a la realidad, algunos “progresistas” biempensantes han salido a condenar los actos (más o menos violentos) de repudio y bloqueo a José Antonio Kast en las Universidades de Concepción y Arturo Prat. Desde una perspectiva de izquierda (o incluso republicana que, como mínimo absoluto en estas materias, debe disponerse desde el antifascismo), esta es una conclusión no solo ingenua, sino también una verdadera imbecilidad política.
No uso aquí el término imbecilidad a la ligera, sino que refiero a la crítica del imbécil político que hiciera –precisamente ad portas del surgimiento del nazismo– Bertolt Brecht.
Podría parecer que esta conexión es arbitraria. Por supuesto, los biempensantes que condenan la “intolerancia” y “falta de diálogo” en quienes sabotean a Kast son personas políticamente ilustradas, interesadas en valores tan sublimes y sagrados como la democracia y el Estado de derecho (¡e incluso, muchos de ellos, del bienestar de los desvalidos!).
Sin embargo, me parece, actúan esta vez desde un puro interés performático, desde la búsqueda de una apariencia buenista y la afirmación estética de un juego democrático que ya saben que no opera o, en el mejor de los casos, ya ha sido vulnerado por el propio Kast. Para decirlo en claro: actúan con total indiferencia sobre las consecuencias políticas de sus palabras, con total displicencia sobre lo que es políticamente relevante en esta disputa.
[cita tipo=»destaque»]Lo primero es evidente y no requiere siquiera mayor atención. Sobre lo segundo, existe claridad desde el pensamiento crítico hace muchísimo tiempo y además, hoy por hoy, está fundamentado en cientos de artículos científicos sobre el funcionamiento de la retórica autoritaria de derechas. No es una “opinión”, es un hallazgo científico bien establecido y sistemáticamente fundamentado en evidencias: al fascismo no se le gana “debatiendo” en ágoras públicas porque el fascismo no debate, la retórica fascista avanza explotando angustias y miedos alojados profundamente en las personas y cuya fuerza no depende de cuán “informadas” estén o de qué tan bonito hablen nuestras diputadas y diputados. Es posible que esto resulte hiriente para algunos, pero no todas las disputas hegemónicas serán saldadas con buenas cuñas en programas de televisión.[/cita]
Les acuso, en definitiva, de actuar sabiendo que están diciendo una gran estupidez (o cuando menos, desde su posición de liderazgo y privilegio, tener la obligación de informarse y saberlo), pero haciéndolo de todas formas porque creen –o quieren creer– que su apariencia buenista es más importante que la política misma: que aquella disputa política que realmente está desatándose en este caso y que trata de la reactivación pública de tendencias seudofascistas como sector político efectivo en Chile.
Y es que, desde el propio liberalismo, la promoción de la tolerancia hacia el intolerante es una contradicción evidente. Resulta entonces tragicómico que los representantes de una alternativa de izquierda en Chile busquen colocarse al lado ingenuo de una discusión que el propio liberalismo superó hace fácilmente 70 años. Hoy puedo compartir en las redes sociales una infografía sobre las palabras de Karl Popper (¡!) y sentirme más osado políticamente que algunos representantes del Frente Amplio. Es triste, por lo menos.
Sin embargo, dejar esto en la discusión meramente valórica ya es concederles demasiado a estas posturas. Cuando se disputa con las ideas de la violencia y el autoritarismo, cuando confrontamos a quienes histórica y discursivamente han demostrado que buscan la guerra total contra los otros, hablar únicamente desde las reglas formales de la disputa política es ya de por sí imbecilidad. El fascismo y sus variantes criollas, para decirlo con más claridad, no es un oponente político cualquiera porque: a) de triunfar, elimina cualquier opción de debate y contienda política razonable; y porque: b) en su avanzar, tampoco se basa en tácticas que puedan enfrentarse desde el debate y el razonamiento.
Lo primero es evidente y no requiere siquiera mayor atención. Sobre lo segundo, existe claridad desde el pensamiento crítico hace muchísimo tiempo y además, hoy por hoy, está fundamentado en cientos de artículos científicos sobre el funcionamiento de la retórica autoritaria de derechas. No es una “opinión”, es un hallazgo científico bien establecido y sistemáticamente fundamentado en evidencias: al fascismo no se le gana “debatiendo” en ágoras públicas porque el fascismo no debate, la retórica fascista avanza explotando angustias y miedos alojados profundamente en las personas y cuya fuerza no depende de cuán “informadas” estén o de qué tan bonito hablen nuestras diputadas y diputados. Es posible que esto resulte hiriente para algunos, pero no todas las disputas hegemónicas serán saldadas con buenas cuñas en programas de televisión.
Cuando en los últimos años el supremacismo blanco vivió un renacer como actor político legítimo en los Estados Unidos, recurrió a la misma estrategia que hoy usa Kast (es una fórmula probada, no se le ocurrió a él). Los supremacistas viajaron de universidad en universidad buscando expandir sus miedos y odios entre la población.
La respuesta de los activistas de izquierda fue la correcta: protestar, bloquear, expulsar al fascismo a como fuera lugar de todos los espacios en que tuvieran la fuerza para hacerlo. Los liberales y biempensantes se lamentaron tal como nos ha tocado ver aquí en Chile: derramando lágrimas por la pérdida de la tradición democrática de la izquierda y alegando que dichos enfrentamientos solo fortalecerían a los fascistas. Ante el odio, parecían decir, solo nos queda poner la otra mejilla y “conversar”, como si el otro estuviera escuchando.
Estaban equivocados. Las universidades estadounidenses han comenzado a cancelar sistemáticamente las conferencias de los racistas, y estos últimos han admitido que deberán cambiar de estrategia: las conferencias racistas, pensadas como provocación, se habían convertido en espacios de confrontación donde el antifascismo crecía mucho más que ellos.
Ya lo habíamos aprendido hace casi un siglo, pero en verdad bastaba con mirar a las experiencias recientes de aquella “meca” del buenismo liberal. Al fascismo y sus versiones pobres no se les conversa, no se les debate. Al fascismo se le expulsa y se le aísla. El resto no es música pero es show, y lo que está en juego es muy valioso como para que nuestros liderazgos lo pongan en la balanza contra su personaje público.