Más allá del quizás único diagnóstico común que atraviesa transversalmente a Chile Vamos, y que dice relación con atribuir total responsabilidad al Presidente Sebastián Piñera por los malos resultados electorales –tal y como quedó evidenciado en el debate de los cuatro candidatos presidenciales del sector, quienes, como en un coro, renegaron de quien los invistió como ministros–, los pecados del conglomerado oficialista salen a flote una y otra vez, revelando que fueron, en casi 4 años, una «mala coalición, que no dio gobernabilidad» a un ya mal Gobierno. Las constantes señales contradictorias entre unos bloques y otros (derecha social versus derecha tradicional), el poco sentido de unidad –no tuvieron empacho en dejar al Jefe de Estado con menos de un tercio de apoyo en el Parlamento en iniciativas consideradas claves–, la desafección profunda con la figura del Presidente que se tornó pública, y la falta de un diagnóstico común posestallido social, constituyen factores relevantes para explicar por qué el oficialismo se encuentra hoy en su hora más crítica. La evidencia de un bajo sentido de responsabilidad para gobernar, como lo señalan desde la interna, dejó a sus candidatos presidenciales en una posición totalmente adversa y prácticamente fuera de juego. En el corto plazo, esos mismos errores y ambivalencias siguen exponiéndose, porque, aun cuando todos sus abanderados presidenciales votaron por el Apruebo, gran parte de la coalición mantiene un discurso en una dirección totalmente opuesta y en el que no se condice su oferta gubernamental con la polarización hacia los extremos de la derecha, como quedó meridianamente claro con el triunfo del sector del Rechazo en las internas de RN.
El estado real de las cosas, con papel en mano, es que si el 2016 la derecha gobernaba al 45% de la población, considerando las municipalidades que tenía en su haber, hoy lo hace solo en el 22%. En relación con las últimas elecciones, la coalición de Gobierno obtuvo aproximadamente un quinto en la Convención Constitucional, ya que, con el 21% de los votos, alcanzaron un 26% de representatividad. En tanto, en las elecciones a gobernadores regionales el resultado es incluso más magro. El sector se quedó con el 5,4%, algo muy parecido a lo que obtuvieron los ecologistas verdes, que llegaron a un 4,3%.
De esta manera, y más allá de algunas interpretaciones más voluntaristas que reales, lo cierto es que, sin micrófono en mano, no hay quien dude en la coalición de Gobierno que la derecha se encuentra en el peor momento en más de cuatro décadas y que sus candidatos presidenciales –que este lunes participaron del debate de primarias– tienen el asunto muy cuesta arriba. Y si bien el único de los diagnósticos en que coincide transversalmente Chile Vamos apunta a la gestión del Presidente Sebastián Piñera, detrás de aquello se esconden responsabilidades institucionales, culpas y errores graves que a la postre los convierten –en cuanto a resultados– en una de las peores coaliciones oficialistas de un ya mal Gobierno.
Aun cuando las razones son multifactoriales –como señalaron expertos cercanos al oficialismo–, durante los últimos cuatro años de mandato de Sebastián Piñera hubo uno que atraviesa de lado a lado y que pone en jaque a la derecha ante la ciudadanía: se trata del escaso sentido de la responsabilidad que conlleva gobernar un país. Como apuntó un analista del sector, “una cosa es llegar al Gobierno en dos ocasiones, pero otra totalmente diferentes es hacerse cargo de lo que una coalición de Gobierno significa para conducir el destino del mismo”.
El haber sido capaces de dejar a su Presidente con menos de un tercio de apoyo en el Congreso en la discusión del tercer retiro de fondos de la AFP, es solo uno de los muchos pecados que el oficialismo no ha reconocido y sobre el cual no ha reflexionado, en cuanto a las consecuencias de la gobernabilidad puesta en jaque. Ahí es donde los sentidos de “conducción y coalición” se entrecruzaron para dejar a la luz un desgaste que tuvo consecuencias lapidarias para el sector y que se materializaron en los resultados de las últimas cuatro elecciones, en las que perdieron todas.
El director ejecutivo del Instituto de Estudios de la Sociedad, Claudio Alvarado, sostuvo que “el modo en que se dejó al Presidente sin el tercio, dice o revela una irresponsabilidad o inconsciencia de la manera en que se están horadando las propias condiciones de la coalición”, haciendo hincapié en cómo Chile Vamos “tiene una enorme responsabilidad en el deterioro político actual de la coalición”.
Y más allá de culparse unos a otros, como ha sido la tónica de Chile Vamos desde iniciado el segundo año de Gobierno, el no haber sido capaces de generar un diagnóstico común luego del estallido social del 18 de octubre, no hizo más que abrir la puerta a una espiral de señales totalmente contradictorias hacia el país, pero principalmente a su propio electorado. Esta situación profundizó el conflicto interno que terminó por dividir aguas, y que puso a un sector, el del Apruebo, en un lado de la vereda, y, en el otro, al del Rechazo, y que previo al plebiscito “sacó lo peor de cada uno”, debilitando la convivencia interna hasta llegar al punto de que hay quienes “no son capaces de hablar con sus propios socios al interior de la coalición”.
Pero encontrones no solamente han tenido con su Gobierno –al que se ninguneó como pocas veces se ha visto desde la interna de una coalición– sino también entre los propios partidos, los que suspendieron durante un largo periodo (más de un año) las reuniones de coordinación institucional del conglomerado, como lo fueron las citas semanales de presidentes y secretarios generales, porque no se podían ni ver las caras.
El ejemplo anterior es decisivo para lo que viene para el futuro. Y en ciertos sectores del oficialismo lo tienen bien claro. Esto es, la percepción ciudadana de que, si bien la derecha fue capaz de llegar en dos ocasiones al Gobierno, esta no tendría la capacidad de dar gobernabilidad al país, “porque para gobernar se debe tener sentido de coalición, y esto falló”, indicaron desde la interna oficialista.
Para el analista y director de Tres Quintos, Kenneth Bunker, se trata de “una coalición que no es coherente, es inconsistente, y tampoco se ve que haya una forma de salir adelante, está dividida, por una parte los conservadores y, por otra, los que entienden que tiene que haber cambios”.
Todo comenzó con la necesidad de los dos partidos más grandes, RN y la UDI, de demostrar cuál era más influyente. Por un lado, Renovación Nacional venía de salir ganador de las últimas elecciones municipales y legislativas que lo instalaron como el partido con mayor representatividad y, por el otro, el gremialismo que no tenía la disposición de perder su palco de privilegio y que supone que todo debe ser visado por ellos, o consultado al menos.
De esta forma la relación entre ambos comenzó a deteriorarse tempranamente. Una vez que en RN fuera detectado que el jefe del segundo piso, Cristián Larroulet, cercano a la UDI, habría estado designando cargos sin el equilibrio necesario, el conflicto se convirtió en reyerta. Desde la UDI acusaron constantemente a RN de ser un “partido ingobernable”, entrando a una espiral que tuvo su punto culminante tras la votación por paridad de género, luego del acuerdo del 15 de noviembre.
En la ocasión los presidentes, Mario Desbordes y Jacqueline van Rysselberghe, se acusaron mutuamente de mentir, de no ser amigos, de pactar con la izquierda, sumado esto a los llamados a hacerse cargo de sus propios partidos, junto a acusaciones que apuntaban a la poca responsabilidad institucional.
Si bien la convivencia de una coalición nunca ha sido fácil, expertos coinciden en que la mirada de un proyecto mayor es la que la sostiene a un conglomerado con mínimos márgenes de amistad cívica, situación que en varias oportunidades se olvidó, como recordaron varios parlamentarios del sector.
Al inicio de Gobierno, el reiterado mensaje proveniente de Evópoli, que apuntaba a que era el único partido de derecha “nacido en democracia”, y que sacaban a flote de vez en cuando, comenzó a irritar tempranamente a sus socios de coalición, que más tarde le cobrarían, más que boletas, facturas y cuentas por pagar.
Luego del estallido social, el cambio de gabinete que le siguió –el más profundo que se hizo y con un sentido político que varios entendieron en su momento–, arrastró consigo un error estratégico de exclusiva responsabilidad del Mandatario, al traer a los “niños preferidos del Presidente” al seno del Gobierno. Sin un sentido propio de coalición, el jefe de Estado entregó los dos más significativos ministerios al partido con menor representación, entre los tres que consideran representantes en el Parlamento. De esta manera, la cartera de Andrés Chadwick (UDI) fue ocupada por Gonzalo Blumel, y la de Felipe Larraín en Hacienda, por Ignacio Briones.
Aquello desató una batalla descarnada en la interna oficialista, y muy tarde el Gobierno logró darse cuenta de la magnitud del autogol que había cometido, tratando de mostrar caras nuevas en el peor momento de la crisis del estallido.
No pasó mucho hasta que cometiera un nuevo error –que hasta el día de hoy no le perdonan a Palacio–: el no haber impedido que la reforma constitucional que ponía límites a la reelección arrastrara a los alcaldes. Un yerro que fue inmediatamente achacado al ministro del Interior de la época, Gonzalo Blumel.
En su oportunidad, además de congelar las relaciones y dejar de asistir al comité político ampliado, la presidenta gremialista de entonces, Jacqueline van Rysselberghe, acusó al titular del Interior de no “ejercer”, de no “tener liderazgo”.
La presión fue tan alta para que el jefe de Interior pagara las culpas, que la propia Van Rysselberghe, y frente a las miradas de todos los asistentes a una cita en La Moneda, dejó al ministro con la mano extendida, sin siquiera mirarlo a la cara, un hecho del que nadie de los consultados señaló tener antecedentes previos.
Blumel también fue repasado por –en ese entonces senador– Andrés Allamand, quien se erigía como uno de los líderes del Rechazo, acusando al titular de la cartera del Interior de ser «el responsable político del orden público”.
Pero episodios sobran, la pelea por demostrar cuál era el partido de Chile Vamos que mejor mostraba un espíritu de carácter “social”, entre RN y la UDI, terminó por obligar al Mandatario a sacar del Ministerio de Desarrollo Social al ahora candidato presidencial Sebastián Sichel, pues, al no pertenecer a ninguno de los dos partidos en disputa, tuvo que acceder a la presión para evitar seguir tensionando el ambiente oficialista.
En más de una ocasión se acusó desafección pública con la administración gubernamental, situación que no considera una tradición en la historia reciente, al menos frente a los medios de comunicación. En el segundo año de Gobierno, la bancada parlamentaria de RN amenazó con un banderazo a las afueras de La Moneda, situación que alcanzó a ser controlada.
Tras la muerte del carabinero Eugenio Naín, Evópoli también congeló relaciones, puesto que uno de los feudos del partido es precisamente la Región de La Araucanía. Si bien la carta de aviso la firmaron quienes representan a esa zona, los personeros eran ni más ni menos que el presidente, Andrés Molina, y el rostro del partido, el senador Felipe Kast.
Uno de los últimos episodios que representó una nueva desafección de la UDI con La Moneda provino del anuncio del Primer Mandatario, realizado en su última Cuenta Pública, de poner urgencia al proyecto de matrimonio igualitario. La senadora y expresidenta de la UDI no pudo ocultar su enojo con el Gobierno de su coalición. “Ojalá se termine luego”, sentenció.
Al evaluar todo el cúmulo de eventos, Bunker observa que se “han mandado señales mixtas a la gente, que tal vez, tratando de hacer lo correcto, o estratégico, han dado señales no consistentes con el Gobierno. Eso también debilita, por sobre la debilidad estructural, la posición de Chile Vamos”.
Varias son las interpretaciones que en los diferentes partidos y comandos del oficialismo se siguen haciendo luego de consumada la última gran derrota electoral, y que los dejó con solo una de dieciséis gobernaciones regionales. Aferrándose a la baja participación, o a la división de la centroizquierda, la carrera continúa con un discurso que no ha variado desde momentos previos a las megaelecciones. De igual forma, y así lo señalaron personeros que conocen de la interna en los diferentes comandos, “todos quedaron marcando ocupado”.
Sin ir más lejos, en el debate de los cuatro candidatos a la papeleta de noviembre, realizado por CNN, no solo se desmarcaron todos de su Gobierno y de la figura del Mandatario. Por sobre aquello, presentaron diagnósticos totalmente contradictorios respecto de a quién representan. Por un lado, está el centro, como sostuvo Sebastián Sichel, quien además indicó que no es de derecha –siendo un debate entre candidatos de derecha–, y por el otro, está el extremo derecho de la derecha, que es donde Lavín apuntó a crecer, incluyendo a Republicanos, el partido de JA Kast.
Y en un escenario plagado de incertidumbre, dos son los fantasmas que se instalaron, pero que difícilmente se van a evidenciar públicamente. Por un lado, la baja participación en la primaria podría ser “la estocada final” y la evidencia palpable de la pérdida de relevancia a nivel nacional. Por el otro, está el actuar pragmático de la derecha no institucionalizada, la derecha económica, que no dudaría en “salvar el país” del comunismo, pactando con la DC para apoyar a Yasna Provoste, el rostro de la centroizquierda moderada.
En círculos del gran gremio empresarial, conocidos como los “verdaderos poderes fácticos”, y también de sectores de acervo cultural ligado al oficialismo, el miedo al “comunismo” –considerando la posibilidad real de que el candidato PC, Daniel Jadue, pueda ganar las presidenciales– se ha tomado varias de las citas para analizar el panorama del país. Y no son pocos los que, al poner el «futuro de Chile» –como ellos lo entienden– sobre la mesa, han llegado a conclusiones que nada tienen que ver con los análisis de los dirigentes de los cuatro partidos de Chile Vamos.
En ese sentido, dos son las conclusiones que han emergido de diversas conversaciones. La primera apunta a que “no se puede permitir que ocurra lo que sucedió en Perú”, donde debieron haber tenido “mayor sentido de la realidad” y haberse volcado a uno de los candidatos moderados de la primera vuelta. Y la segunda, sobre la base de la misma conclusión, que en la definición de la segunda vuelta de gobernadores regionales en la RM, se demostró que el sector tiene el poder para impedir el arribo del comunismo, al haber “entregado” el triunfo a Claudio Orrego por sobre la representante del bloque PC/FA, Karina Oliva. “La fórmula de Orrego es exitosa”, admitieron desde dentro y fuera de la UDI.