Roberto Arriagada era un joven oficial de la PDI para el 11 de septiembre de 1973. En menos de dos meses le tocó estar detenido en la Isla Quiriquina, vivir la muerte de un colega suyo a centímetros de distancia y luego, junto a otro detective, encontrarse con un peculiar detenido, con quien habían compañeros de liceo en Los Angeles. Era el literato Roberto Bolaño, a quien ayudaron durante el periodo en que estuvo detenido en el cuartel donde ellos trabajaban.
Era la noche del 29 de septiembre de 1973 cuando el entonces joven detective Roberto Arriagada, de 20 años por aquel entonces y asignado a la Brigada de Homicidios de la Policía de Investigaciones (PDI) de Concepción, recibió la instrucción de formar parte de un grupo que iría hasta calle Vilumilla, en esa ciudad, con el fin de detener a un supuesto extremista de izquierda. Junto a un grupo de detectives casi igual de imberbes que él, Arriagada tomó una subametralladora desde el pañol, pero otro oficial, Hernán Bustos (que era solo algo mayor que él) le dijo que se la pasara, pues reglamentariamente eso era lo que correspondía.
—Pasa la metralleta, cabro chico —le ordenó, colgándose el arma al hombro.
Los funcionarios de la Policía de Investigaciones llegaron al domicilio donde los habían enviado. Algunos ingresaron hasta un segundo piso y otros cuatro, entre los que estaban Arriagada y Bustos, se quedaron resguardando abajo, en una esquina. Por el rabillo del ojo, el primero vio que del otro lado se asomaba un militar, algo muy peligroso en tiempos de toque de queda y de gatillos fáciles y nerviosos.
Ante ello, rápidamente se identificaron y el soldado los saludó, pero solo segundos después un disparo, efectuado por otro uniformado (un teniente, que llegó detrás del primero) daba muerte a Bustos, quien estaba al lado de él.
—¡Somos policías huevón, no dispares! ¡No dispares! —gritaba Arriagada, convencido de que uno de los tiros le había dado a él. Sin embargo, aunque no lo sabía en ese momento, estaba ileso. Era solo la impresión, aunque él lo experimentaba como si fuera real, como si los disparos hubieran horadado su carne también.
—Yo sentía los impactos. Trataba de agarrar a mi colega y se caía. Corrí y me puse detrás de un jeep militar. El teniente me puso la pistola en la cabeza y yo le puse el revólver en el estómago —relata, explicando la extraña posición en que ambos quedaron.
Apura un sorbo de su té con leche y añade una reflexión que lo estremece hasta el día de hoy:
—Quizá, si Bustos no me hubiera pedido la ametralladora, me habría tocado a mí —cuenta Roberto Arriagada, sentado en el restorán de su prima, con vista al Salto del Laja.
Era la segunda vez en 15 días en ese 1973 que Arriagada veía cara a cara a la muerte. La madrugada del 11 de septiembre, recuerda, anduvo patrullando hasta tarde. La noche anterior se habían producido una serie de atentados con bombas molotov en Concepción y por eso la madrugada del 11 estaba junto a otros detectives en las cercanías de la Universidad de Concepción, cuando todos sintieron un estruendo y vieron cómo un auto estallaba en llamas, al tiempo que otro móvil salía arrancando desde el sector.
Tras una breve persecución interceptaron el segundo auto y detuvieron a sus ocupantes, de quienes sospechaban que podían estar implicados en el incendio. Cuando los estaban esposando, sin embargo, sucedió algo inusual: a eso de las 2 de la mañana observó dos camiones llenos de soldados, que avanzaban en silencio por avenida Chacabuco. Los ocupantes de ambos camiones los quedaron mirando, mientras Arriagada y los demás detectives apuntaban con sus armas a los sospechosos.
—Nosotros miramos a los milicos y estos no nos dijeron nada —recuerda.
Arriagada y sus colegas terminaron de confeccionar el parte relativo a los detenidos a eso de las 4 de la madrugada del 11 de septiembre. Luego, todos se fueron a dormir, lo que en su caso significaba acomodarse en una pequeña litera del dormitorio de solteros del cuartel ubicado en Angol 815, donde vivía. Además de que ello le permitía ahorrar dinero, no era tan malo: esa noche era el único durmiendo allí. A la mañana siguiente estaba “entrante de guardia”; es decir, le correspondería estar de guardia en la recepción del cuartel durante 24 horas, de 8 a 8, pero se quedó dormido. Despertó a eso de las 8.10.
Al darse cuenta de la hora se vistió y salió caminando a toda velocidad, pero al enfrentar el pasillo principal vio gente corriendo en distintas direcciones. Lo primero que pensó es que se trataba de militantes de algún grupo de izquierda que estaban intentando rescatar a los que habían sido detenidos la noche anterior y escuchó claramente cuando alguien gritó “¡allá hay uno!”, refiriéndose a él. Sin entender bien aún que sucedía trató de refugiarse en uno de los calabozos, pero se vio rodeado por un grupo de carabineros, que le pusieron los cañones de sus fusiles en las costillas.
Lo llevaron a la guardia y allí vio a cuatro colegas suyos contra la pared, con las manos arriba. Lo pusieron al lado de uno de ellos, un tal Soto.
—Soto, ¿qué huevá pasa? —le preguntó.
—Cállate, huevón —fue todo lo que le contestó Soto, quien pidió permiso para hablar al oficial de Carabineros que comandaba el piquete. Este le dijo que hablara nomás.
Soto le preguntó qué estaba ocurriendo. El uniformado contestó lacónico:
—Lo único que les voy a decir es que hay cambio de gobierno.
Luego de ello, los detectives detenidos, que eran muchos más, pues los carabineros habían arrestado a todos quienes encontraron, fueron subido a buses que esperaban sobre los adoquines de calle Angol, resguardados por más carabineros.
Alguien, en las filas de la PDI, musitó que eso era humillante, que había que resistir, y alguien más le dijo “cállate, tonto huevón: no hay posibilidad alguna”.
Luego de una pasada por la Prefectura de Carabineros de Concepción los buses partieron a Talcahuano. Cuando pasaron el centro de la comuna, a los detectives les quedó claro que el destino final estaba un par de kilómetros más allá, en la Base Naval de la Armada. El mismo oficial que rato antes quería resistir volvió a musitar algo, aunque con mucho menos entusiasmo. “Conchatumadre, nos van a fusilar”, le escucharon decir.
Arriagada iba indignado. Nunca tuvo militancia política y dice no era de izquierda ni de derecha. Era un muchacho muy joven y llevaba poco más de un año en la PDI.
Originario de Los Angeles, egresó del liceo de esa ciudad en 1970 y al año siguiente ingresó a la Escuela de Oficiales de la Policía de Investigaciones, curso que duraba poco menos de un año, por aquel entonces. A fines de 1971 fue enviado a la Prefectura de Concepción, donde le correspondía efectuar una suerte de pasantía de 18 meses en distintas unidades. Para septiembre de 1973 estaba asignado a la Brigada de Homicidios (BH). Afortunadamente para él, no llegó solo. En total, 18 oficiales de su promoción fueron enviados allá, incluyendo a Renato Czischke, con quien se conocían de niños. Ambos vivían a media cuadra de distancia en Los Angeles y habían sido compañeros de curso en el liceo, donde además habían estado un par de años juntos con un joven de extrañas ideas llamado Roberto Bolaño.
En la BH de Concepción Arriagada respiró los estertores de famosos casos, como el homicidio cometido por un entonces desconocido estadounidense llamado Michael Townley, en pleno centro de la ciudad, o el crimen del cabo de Carabineros Exequiel Aroca, además de otros homicidios comunes, pero evidentemente no estaba preparado para lo que comenzó a vivir esos días.
En el muelle, los pusieron de espaldas al mar. Aunque algunos creyeron que los fusilarían ahí mismo, previo a ello Arriagada se las arregló para pasar cerca del marino que comandaba la acción, el cual tenía en sus manos un listado mecanografiado con los nombres de todos ellos, separados en distintos grupos. Cada uno de ellos, relata, tenía a su lado una “llave” dibujada con tinta, al lado de la cual había una sigla. Uno de los grupos decía “PC”, el otro “MIR” y así. Se trataba, en definitiva, de los partidos políticos a los cuales supuestamente pertenecían los detectives.
—Yo conocía esa llave, el color de la tinta y la letra —asevera, indicando que era de uno de los más altos jefes de la PDI en Concepción en ese momento, quien siempre usaba un lapicero Parker 21, que tenía punta de oro, y que poseía además una elegante caligrafía, que siempre le había llamado la atención. Por supuesto, asegura, los únicos detectives que no fueron detenidos ese día fueron aquel jefe y sus cercanos.
En la Base Naval unos pocos detectives fueron dejados en tierra y regresados al cuartel. La mayoría, sin embargo, incluyendo a Arriagada, fue transferida a botes en los cuales los llevaron a la Isla Quiriquina, donde quedaron presos. Al cuarto día, junto a varios de sus colegas, quedó en libertad incondicional e incluso recuerda que el comandante de la prisión naval, al que describe como un marino muy alto y a quien le faltaba una mano, les pidió disculpas, indicándoles que estaban seguros de que ellos no tenían militancia alguna.
Sin embargo, muchos de sus amigos siguieron allí, incluyendo a Czischke, quien estuvo cerca de un mes en ese recinto naval, seguramente (cree Arriagada) porque deben haber descubierto que había sido dirigente estudiantil en el liceo de Los Angeles.
Cuando Arriagada regresó a su trabajo, lo llamó el mismo jefe que él cree que los entregó. Este le dijo que esperaba que no hubiera resentimientos.
—Yo sé quién fue el CSM que nos cagó —fue toda la respuesta del joven oficial.
El cuartel de la PDI al que regresó había sido intervenido. En realidad, solo en el papel seguía siendo un cuartel de la Policía de Investigaciones, pero en los hechos era una unidad de Carabineros, pues estos estaban en todas partes, incluyendo la guardia y todas las oficinas. No era el único cambio que notó. Un amplio salón que había, en el primer piso, una especie de gimnasio, ahora era un calabozo enorme, donde se agolpaban decenas de prisioneros políticos, incluyendo a ex gendarmes y ex carabineros, así como muchos dirigentes de partidos.
Los uniformados mandaban ahora en la policía civil de Concepción, por lo cual los detectives que seguían trabajando se limitaban a obedecer las órdenes que les entregaban, las que en general se limitaban a mantener a los detenidos que día a día los militares y policías iban a dejar allí. Así fue como nadie discutió las instrucciones del operativo del 29 de septiembre, que culminó con la muerte de Hernán Bustos, y muchas cosas más, y Arriagada se fue acostumbrando de a poco a lo que sucedía y endureciendo, también.
No recuerda con exactitud la fecha. Cree que fue hacia noviembre de 1973 cuando vio que en el acceso del cuartel había un grupo de carabineros entregando a un detenido que le pareció familiar. Mientras ingresaban sus datos en el libro de guardia lo miró con mayor detención y, aunque estaba con barba, reconoció a su excompañero de liceo Roberto Bolaño. Este lo miró y lo reconoció también, pero nada se dijeron.
—No podía saludarlo, si lo estaban entregando los carabineros e iban a pensar que éramos amigos del detenido. Esperamos (con Czischke) que se fueran y ahí lo saludamos —cuenta. Bolaño rompió en llanto ante ello.
Una vez recuperado, les contó que vivía en México y que había viajado a Chile “a luchar por la causa de Allende”. Sin embargo, el golpe se le fue encima y estaba asustadísimo, pues los carabineros lo habían ido a buscar inequívocamente a él, cuando detuvieron el bus en que viajaba en el sector de Chaimávida, a pocos kilómetros de Concepción.
—Los pacos subieron y me dijeron “ven pa’ca, huevón” —les contó Bolaño, quien a posteriori recrearía el episodio en varias de sus obras y agrega que “siempre pensó que lo iban a matar. Esa era su visión de todos los días”, relata Arriagada, agregando que, del mismo modo, “se quebraba todos los días, lloraba mucho”.
—Como yo vivía en el cuartel y estaba allí las 24 horas del día, muchas veces lo sacaba del calabozo, nos fumábamos un cigarrillo, conversábamos y le dábamos aliento, porque yo veía que él no era alguien que pudiera ser fusilado: no era alguien que hubiese asesinado, que hubiese puestos bombas… por eso le decía “si no te va a pasar nada Roberto, tranquilo nomás”. Yo y Renato lo íbamos a ver todos los días.
Las conversaciones, señala, básicamente buscaban distraerlo del destino fatal que el futuro novelista creía que estaba a la vuelta de la esquina. Así, recordaban historias del liceo y también historias policiales, que le fascinaban.
Arriagada está convencido de que el título “Los detectives salvajes” se le ocurrió a Bolaño en esos días.
—En algún momento él dijo que nosotros éramos un poco salvajes, porque nos arriesgábamos. Incluso, más de alguna vez no quiso salir del calabozo, porque era mucho el riesgo que nosotros corríamos, como protegiéndonos. Nosotros le decíamos “sale no más, tranquilo. Si viene alguien, tú te metís al calabozo y, si no, hacemos como que te estamos interrogando o alguna cosa”.
La osadía llegaba a tanto que le llevaban comida que compraban en el mismo casino del cuartel y que le entregaban escabulléndose de los ojos de los carabineros. Y no se trataba de un simple gesto de amistad: Arriagada dice que a los detenidos sencillamente no se les daba alimentación y por ende dependían de lo que les pudiesen llevar sus familiares. Además, sacarlo del calabozo era imprescindible por razones sanitarias. Como dice, en los calabozos no había ni siquiera un baño (solo una especie de pozo séptico) ni mucho menos una ducha, por lo que lo llevaban hasta un patio interior, donde había un pilón de agua que él usaba para bañarse, mientras nadie los miraba.
En varias ocasiones les correspondió llevarlo a prestar declaraciones ante un tribunal. No se acuerda cuál era, pero sí que la acusación en su contra era simplemente que se trataba de alguien de izquierda, pero no le pudieron imputar algún delito en específico.
—Cuando lo acompañábamos iba temblando, muerto de miedo, por lo que le dábamos ánimo y se recuperaba un poco, luego de lo cual nos decía que nos iba a invitar a México, pero lo único que él quería era irse del país.
También les contó que estaba escribiendo un libro, aunque no les dijo de qué se trataba. De hecho, fue muy críptico: “solo dijo que era algo del futuro, entrelazado con el presente y el pasado”. Pese a ello, se tenía fe. Estaba convencido de que si salía con vida de esa, la novela le quedaría muy, pero muy bien.
CINCO
En la última entrevista de Bolaño, efectuada por Mónica Maristain para la revista Playboy, la penúltima pregunta de ella es qué le habría gustado ser si no hubiese sido escritor, ante lo cual él respondió que “me hubiera gustado ser detectives de homicidios, mucho más que escritor. De eso estoy absolutamente seguro. Un tira de homicidios, alguien que puede volver solo, de noche, a la escena del crimen, y no asustarse de los fantasmas”.
Al preguntársele al respecto a Arriagada, dice no estar completamente seguro, pero señala que es más que probable que esas afirmaciones tengan algo que ver con uno de sus primeros casos, el cual cree que pudo haber contado a Bolaño en esos días de prisión en Concepción, aunque tampoco recuerda a ciencia cierta si ocurrió antes o después del episodio con su célebre ex compañero de liceo.
Se trataba de un homicidio descubierto en el sector de Palomares, en la entrada norte de Concepción, donde fue hallado el cadáver de un hombre que estaba tapado con una carpa de camión. No poseía documentos y lo único que tenía en sus bolsillos era un chicle 2 en 1 y una válvula de neumático de camión. Como indica el detective, era evidente que se trataba de un camionero. Sin embargo, el rostro era indistinguible, pues el cráneo entero había sido destruido a fierrazos. Luego de una serie de diligencias, lograron identificarlo y ubicar a la pareja del asesinado, en una modesta casa de Talcahuano.
Finalmente ella terminó confesándole a Arriagada que había preparado el homicidio junto a su amante. Sin embargo, en el Registro Civil no había nadie con el nombre que ella indicaba.
Aquella noche, Arriagada no pudo dormir. Daba vueltas una y otra vez al caso, hasta que recordó que, cuando registraron la modesta vivienda en que vivían el asesinado y la homicida, había un montón de documentos y en uno de ellos recordaba haber visto un papel con un nombre que le parecía semejante al del sujeto que buscaban. Al día siguiente regresó solo a la mediagua y encontró el papel donde estaba el verdadero nombre, gracias a lo cual pudieron dar con el homicida, el cual había dado muerte a la víctima golpeándolo con el péndulo de un reloj de pared.
Insiste que no recuerda bien si le contó eso o no a Bolaño, pero está convencido de que si no fue así, algo de ese espíritu quedó impregnado en el literato, quien alcanzó a estar ocho días detenido, hasta que finalmente un tribunal decretó su libertad, sin que nunca más lo volvieran a ver, pese a lo cual Arriagada cree que el título de “Los detectives salvajes” alude a ellos ,y al hecho objetivo de que el cuento “Detectives”, del compilado “Llamadas telefónicas”, evidentemente está basado en ellos.