Es urgente volver a orientar nuestra mirada crítica y de compañía con aquellos que más están sufriendo de un estilo de gestión que está más centrado en los procesos sistémicos y estructurales, que en las personas de carne y hueso: las comunidades escolares.
La lucha por la educación no ha terminado. Quienes pensaron que un reemplazo en las élites políticas del gobierno iba a significar un cambio en las continuidades de la maciza marcha o la fuerte inercia del neoliberalismo en educación, pues la ingenuidad les pasó una mala cuenta.
También les hizo una desconocida el pensamiento naif sobre las verdaderas competencias de gestión y de conocimiento que los que nos gobiernan tenían y sobre cómo funciona el aparato público cuando él debe hacerlo para asegurar cuestiones tan básicas como el derecho a la educación, ni hablar del derecho a una “buena educación”, la que en primerísimo primer lugar debiera asegurar las mínimas y “habilitantes” condiciones estructurales que permitan que el acto educativo tenga la posibilidad de efectuarse.
Por eso sabemos que la lucha por la educación continúa, y debe continuar, porque la injusticia educativa sigue siendo una lamentable realidad en distintas regiones del país, la que más, por cierto, la pobre Atacama. El año recién pasado nos dio una lección de lucha por la buena educación, incluso cuando se les amenazó a las comunidades escolares de no pagar los sueldos por haber mantenido una movilización completamente justa, digna, exigiendo lo mínimo.
Llamó la atención que, para muchos personeros de gobierno, las deficiencias habilitantes de las escuelas y liceos públicos de Atacama fueran consideradas casi como “anecdotario”: la basura de las palomas, la plaga de roedores, las deficientes instalaciones eléctricas, etc. Hay desconexión empática, dijimos.
Llamó además la atención que, a pesar de haber suscrito un acuerdo político entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, el gobierno del Mineduc insista en desconocerlo y continuar con un proceso muy importante de renovación de la educación pública, pero que se está gestionando de la peor manera y con las prácticas un poco autoritarias que pensábamos ya no tendrían estas nuevas élites educativas.
¿Es una “acusación constitucional” hacia donde vamos a llegar para tratar de impedir que la incompetencia de no cumplir con el correcto aseguramiento de los derechos de los niños, niñas y jóvenes en edad escolar a una educación pública de calidad, se pueda concretar en serio?
Ya pasó el momento de cuestionarse las incoherencias entre discurso y práctica de esta generación política y de su gobierno sobre el campo educacional; es más, es el momento urgente de volver a orientar nuestra mirada crítica y de compañía con aquellos que más están sufriendo de un estilo de gestión que está más centrado en los procesos sistémicos y estructurales, que en las personas de carne y hueso –las comunidades escolares– que tienen que seguir sufriendo el maltrato del Estado con su propia educación pública.
El año pasado vimos cómo sufrió Atacama y observamos cómo la política, mediante grandes acuerdos, pudo llegar a establecer una ruta virtuosa para enmendar los caminos de la mala gestión de instalación de los servicios locales de educación. En el área de recursos estamos hablando de varios miles de millones que en rigor deberían ser utilizados con mucha más responsabilidad de cómo se está haciendo. El non plus ultra unánime fue Atacama. Se dijo “NO + Atacamas”.
Una acusación constitucional tal vez nos desviará del camino de la urgencia, pero, ¿qué otra salida tiene el Poder Legislativo para exigir lo que se acordó en el Congreso con el Poder Ejecutivo? Hay cientos de páginas de Contraloría que indican todo lo sorprendentemente irregular que se ha hecho. ¿Qué recurso queda? ¿Un nuevo ciclo de movilización de las comunidades educativas?
Cuando los adultos no hacemos lo correcto, sobre todo si detentamos el aparato público, emerge con fuerza una muy delicada víctima: los estudiantes y sus truncados procesos de aprendizaje.