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Ángel Valencia: el poder del Fiscal Nacional sube como la espuma PAÍS

Ángel Valencia: el poder del Fiscal Nacional sube como la espuma

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En el año y fracción que lleva Valencia a la cabeza del Ministerio Público ha sacudido el tablero varias veces, pegando por igual a políticos y jefes policiales. Pocos dudan, hoy por hoy, que en la actualidad haya alguien más poderoso en Chile que él.


Desde que se inició la Reforma Procesal Penal hasta la fecha ha habido cuatro fiscales nacionales, todos los cuales han sido electos bajo las mismas normas –una designación muy política, en la cual intervienen los tres poderes del Estado– y todos han prometido lo mismo en caso de ser electos: probidad, transparencia y ser implacables con los poderosos.

Por supuesto, una cosa es decirlo y, otra, hacerlo.

El caso más patente de distancia entre la praxis y el discurso fue el de Jorge Abbott, probablemente el Fiscal Nacional más deficiente de todos, que perdió varios años de la poca energía que le quedaba en –entre otras cosas– perseguir a un fiscal que para él era un díscolo, Emiliano Arias, quien se permitió decir que Ley de Pesca era una ley corrupta, entre otras situaciones que no fueron del agrado del genuflexo fiscal Abbott.

El actual Fiscal Nacional, Ángel Valencia, fue electo recién a la tercera ocasión. Hay que recordar que antes de él se rechazaron los nombres de José Morales y Marta Herrera, y que, dependiendo de a quién se le preguntara, Valencia era pro-Gobierno o pro-oposición. Esto, porque sus vínculos son ecuménicos, pues tiene santos en casi todas las parroquias: es compadre del ministro de la Segpres, Álvaro Elizalde, y cercano a la ministra Carolina Tohá, pero también cultivó amplios lazos profesionales hacia la derecha, dado su paso por el estudio jurídico de Alberto Espina y el hecho de que fue abogado externo de las municipalidades de Vitacura –cuando esta era encabezada por Raúl Torrealba– y de Lo Barnechea –cuando a la cabeza de ella se encontraba Felipe Guevara–.

De hecho, su nombramiento fue recibido con tibieza –por decirlo de forma elegante– en los think tanks ligados a temas de transparencia, que no veían con buenos ojos su asunción al frente del aparato de persecución penal, justamente por sus vínculos.

Distinta fue la situación a nivel de persecutores, donde apreciaban el pasado de Valencia como fiscal adjunto, algo que no tenía ninguno de los fiscales nacionales anteriores. Obviamente era imposible que Guillermo Piedrabuena lo hubiera sido, pues no existía la institución cuando él asumió como primer Fiscal Nacional; y, en los casos de Sabas Chahuán y Abbott, ambos llegaron al Ministerio Público como fiscales regionales, sin vivir el día a día de los Tribunales de Garantía y Orales, sin pasar por la experiencia de los turnos de llamados de 24 horas, de los partes policiales mal redactados o de tomar audiencia tras audiencia, o de pasar meses enteros en un solo juicio oral.

Aunque quizá no se notó públicamente, esa experiencia fue lo primero que le reportó réditos, pues al iniciar su gestión recorrió todo el país y generó una serie de instructivos tendientes a la protección de los fiscales que se desempeñan en materias de crimen organizado. Luego comenzó a implementar medidas más estructurales: fortaleció la Unidad Anticorrupción, poniendo al frente de ella a un ex Fiscal Regional que, entre otros casos, había indagado a Carabineros y la PDI (Eugenio Campos); separó la antigua Unidad de Delitos Económicos, Lavado de Dinero y Crimen Organizado en dos y, además, creó los equipos ECOH, al frente de los cuales puso al Fiscal Regional Metropolitano Sur, Héctor Barros.

Quienes son cercanos a él dicen que Valencia es un lector frecuente y, por ello, es más que probable que conozca el libro Las 48 leyes del poder, de Robert Greene. Si es así, es posible que sepa, entonces, acerca de la novena ley del poder: “Gane a través de sus acciones, nunca por medio de argumentos”. Parece obvio: no se gana nada con prometer, si después no se cumple.

Quizá sea muy pronto para saber si todo el poderío que el Ministerio Público ha exhibido en el año y fracción que lleva Valencia al frente de este sea producto solo de su gestión y no de otros factores azarosos, pero no parece casualidad que la institución haya mostrado las garras de un modo antes impensado, formalizando –por ejemplo– al exalcalde Torrealba, golpeando a los jefes de ambas policías o designando una serie de fiscales regionales para investigar el corazón del Frente Amplio, por medio del caso Fundaciones.

Más allá de esas interpretaciones, pocos dudan de que hoy Ángel Valencia es probablemente el hombre más poderoso de Chile y eso lo ha logrado a través de la novena ley de Greene, que se sintetiza en una frase muy breve, que reza “no explique: demuestre”.

Como ya lo adelantó El Mostrador, hay mucha gente del mundo del poder preocupada a partir de lo que sucedió el viernes con el ahora exdirector general de la PDI. Más allá de que las instrucciones particulares del caso y las órdenes de allanamiento las haya pedido el equipo de la Fiscalía Oriente, es impensable suponer que no hayan contado con la venia del Fiscal Nacional. Mal que mal, lo que se estaba haciendo era derribar al jefe máximo de la Policía de Investigaciones de Chile, una de las instituciones más poderosas del país y, además, la mano derecha de la Fiscalía.

Sin embargo, el que se pidieran órdenes de entrada y registro para la casona de Muñoz (pagada con dineros fiscales) y para sus oficinas, era un mensaje que muchos entendieron muy bien: si eso le ocurre al director de la PDI, le puede pasar a cualquiera que esté en medio de los cientos de miles de mensajes de WhatsApp de Hermosilla, en los cuales exista alguna evidencia de conductas ilícitas.

El recado se sintió fuerte y claro en la Corte Suprema y en varias Cortes de Apelaciones, donde no pocos ministros eran muy, muy cercanos a Hermosilla, quien era uno de los principales personajes en la fiesta del besamanos judicial. Para nadie es un misterio que, junto con otros variopintos personajes de los pasillos de tribunales, Luis Hermosilla operaba abiertamente tratando de influir en las elecciones de fiscales y jueces. Ahora –lo sabemos también debido a sus chats–, hizo lo mismo en la elección del director general de la Policía de Investigaciones, a tal punto que le dijo “misión cumplida” el día en que se anunció que Muñoz era el nuevo jefe de la PDI, dando a entender que había participado de la operación tendiente a designarlo.

Son muchos los políticos de lado y lado que están muy nerviosos y que comenzaron a ponerse incluso más inquietos el domingo, cuando Ciper relató que entre los chats de Hermosilla con Muñoz aparecían gestiones que apuntan al corazón del piñerismo, debido a la generosa información que el segundo compartió con el abogado sobre los casos Dominga y Enjoy, lo que se complementó con lo informado ayer por La Segunda, respecto del reenvío de uno de esos chats (por parte de Hermosilla) a Andrés Chadwick.

Nada de ello es muy sorprendente. La trenza entre Hermosilla y Chadwick es antigua y conocida, pero menos obvio es lo publicado también por dicho medio acerca de la entrega de información sobre los casos de los exalcaldes para cuyos municipios prestó servicios Valencia: Vitacura y Lo Barnechea.

Ese es el verdadero mensaje siciliano que hay detrás de la defenestración del exhombre fuerte de la PDI. Sea intencional o no la mención a Torrealba y Guevara en la petición de la Fiscalía contra Muñoz, lo que las acciones del Ministerio Público en la era Valencia están mostrando es que parece ser que este quiere actuar como se espera que actúe un fiscal: siendo implacable contra todo el que se lo merezca, incluso si fue un empleador o un amigo suyo.

Dentro de la descomposición institucional que ya va entrando a cumplir una década en Chile –si concordamos en que el caso Penta fue el inicio del desmoronamiento–, la vocación de poder que está mostrando Valencia y la forma en que lo ejerce parece ser una luz al final del túnel, una promesa de que alguien quiere utilizar el poder que le entrega el Estado para perseguir a los corruptos.

Sin embargo, en esto no puede caber ingenuidad. El anterior director de la PDI, Héctor Espinosa –como lo recordaba hace algunos días un canal de TV–, decía en todas partes que los principios intransables de su gestión eran “ética, probidad y derechos humanos”. Hoy, la Fiscalía pide 20 años de presidio en su contra, acusado de lavado de activos, malversación de caudales y falsificación de instrumento de uso público. Es otro ejemplo de la distancia entre la praxis y el discurso.

Para que el país se convenza finalmente de que lo que dice Valencia es lo que hace, falta todavía que termine su periodo con la aplicación de la ley 26 de Greene: “Manos limpias”.

Esperemos que así sea, por el bien de un país que cada día cree menos en sus autoridades.

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