Publicidad
Ana María e Ignacio: vivir junto a un vertedero ilegal PAÍS Propia

Ana María e Ignacio: vivir junto a un vertedero ilegal

Publicidad

Tiene cáncer, estuvo ciega y se mueve en silla de ruedas, pero no pierde el ánimo. Su marido es lo que se llama “un pan de Dios”. Aunque no oye nada, se entienden a la perfección. Sobrellevan, con la ayuda de un dispositivo social (PADAM), las dificultades de envejecer en pobreza y vulnerabilidad.


–¿Cómo se llama el loro? 

–Matías.

Como cualquier loro que se precie de tal. El loro Matías es la tercera voz en esta casa oscura, donde prácticamente no hay ventanas y la luz eléctrica parece agonizar. Quizás se deba a la inseguridad de este barrio, que surgió de una toma hace décadas en la ribera del río Aconcagua, y hoy obliga a los vecinos a encerrarse temprano. O de la ceguera de la dueña de casa, que vivió durante dos años en penumbras.  

Estamos en la casa de  Ana María López (82) e Ignacio Huetuleo (84), garzona y cocinero, respectivamente, que se conocieron en el desaparecido restaurante El Chuque, de Quillota. Están casados desde hace 59 años. 

–Tenemos cinco hijos. Todos los hombres trabajan como pintores de brocha gorda. Yo era mamá soltera de dos hijos de otra persona cuando lo conocí. Vivía con mi mamá. En el Chuque empezamos a pinchar. Y nos fuimos enrolando el uno con el otro. Él me dijo: “Me voy a casar contigo”. Uno empieza así, a las travesuras primero y, luego, la persona se va quedando pegada en tu corazón.

–A Ignacio no le importó nada que tuvieras dos niños. Te quiso a toda costa. 

–Así es. Un día fue a pedir mi mano. “A mí no me importa, suegra, que ella tenga dos hijos”. Ahí le gustó a mi mamá. Le encantó. Él recibió a mis niños de chiquitos, de 4 y 7 años, y los crió como un verdadero padre sin hacer diferencias con los tres que fueron llegando después.  

Ignacio es realmente encantador. Está sordo como una tapia, pero sonríe y afirma con la cabeza, incluso cuando la avispada Anita le echa tallas que él más intuye que oye. Es evidente, que tienen una feliz convivencia, pese a las apreturas que siempre han marcado sus vidas. 

–Vivimos allegados en la casa de mi mamá durante los primeros 14 años de matrimonio, hasta que nos vinimos a estos terrenos. A los dos años ya estábamos legalizados y, al poco tiempo, nos levantaron una caseta sanitaria. Así se fue haciendo la casa. 

Matías avisa

Hace más o menos un año que el matrimonio Huetuleo-López participa del Programa de Atención Domiciliaria para Adultos Mayores que el Hogar de Cristo tiene en Quillota. El dispositivo atiende a 30 personas en la comuna. Todas mayores. Todas en situación de pobreza y vulnerabilidad. Les entrega ayuda en alimentación, pañales cuando amerita, pero sobre todo compañía y orientación para solucionar problemas concretos y vincularlos con beneficioso del Estado, el municipio y otras instituciones a las que pueden recurrir. 

–Apoyamos a 9 hombres y 21 mujeres. Ellas en general son muy solas y envejecidas; ellos suelen tener la compañía de una hermana o hija. El mayor del grupo tiene 90 años, se llama Pedro Araya –dice, revisando sus fichas la técnica social Cecilia Silva. Lleva 19 años trabajando en la fundación, siempre centrada en el tema de los adultos mayores. 

Cecilia depende de la trabajadora social, Anita Reinoso, quien es la jefa de este programa, que en Quillota es financiado por la Municipalidad, a diferencia de otros que reciben los recursos del Ministerio de Desarrollo Social a través del Servicio Nacional del Adulto Mayor (Senama). La Municipalidad aporta el recinto, los recursos y le paga el sueldo a una tercera mosquetera: Camila Ávila, una joven terapeuta ocupacional. 

Anita explica: “El Hogar de Cristo en Quillota no tiene oficinas propias. Funcionamos en este centro comunitario municipal, donde hay también un comedor solidario”. 

La Casa de Encuentro Cultural y Comunitario Aconcagua Sur de la Municipalidad de Quillota está enclavada en una esquina en la calle que corre en sentido paralelo a la orilla del río Aconcagua. Entre esa calle y el curso de agua, hay un vertedero ilegal. Es un amplio terreno polvoriento y pestilente lleno de desechos. “Acá hay un permanente entrar y salir de camiones y camionetas”, dice Anita Reinoso, quien conoce a los muchos hombres y mujeres en situación de calle, con consumo y/o problemas de salud mental, que pululan por este sector de la población Aconcagua Sur. Algunos, muy mayores y deteriorados, son o han sido parte del PADAM. 

El edificio es bueno, pero el vertedero obliga a tener las ventanas cerradas, aunque el calor arrecie. “Hace unas semanas tuvimos una plaga de ratones. Debimos sacar todo de los muebles y limpiar y desinfectar”, cuentan. Pero eso no es lo peor. 

Anita comenta:

 –En ocasiones y sobre todo en las tardes, el sector se pone complicado. La semana pasada, las chiquillas estaban haciendo un taller para los adultos mayores y empezó una balacera. Hubo que suspender la actividad y, cuando todo se calmó, acompañamos a las personas a sus casas. Algunos andan en sillas de ruedas o se ayudan con burritos. No es fácil.

Frente a la Casa del Encuentro, hay una plaza con juegos infantiles que ahora se calienta bajo el sol. Llaman la atención las flamantes calles pavimentadas con las soleras relucientes, dentro de la precariedad circundante. En una de las calles principales, hay venta de ropa usada y cachureos. Es como una escuálida feria de los “coleros” más “coleros” de todos. Un comercio de lo que botó la ola, en cuanto a productos reciclados y/o de desecho. Las casas del barrio están prácticamente tapiadas. Algunas con latas de zinc, otras con madera. Todas se protegen como se se tratara de pequeñas fortalezas. 

Cuando tocamos la puerta de los Huetuleo-López, tardan en abrir. Ignacio casi no oye. Anita apenas se sostiene de pie. Pero el loro Matías avisa. 

Una catarata atravesada

En un país que envejece, donde casi no nacen niños y en 2050 un tercio de sus habitantes será mayor de 60 años, no hay sistema de residencias que aguante. La solución son los programas de asistencia domiciliaria que tienen la virtud de mantener a las personas mayores integradas e incluidas en su comunidad. Además de las virtudes psicológicas y sociales que ofrece el permanecer en la propia casa, estos dispositivos ayudan a los mayores a descubrir todas las ofertas médicas, de esparcimiento, económicas a las que pueden acceder. 

Ana María López da vívido testimonio de estas ventajas:

–Yo tengo de todas las enfermedades que me pida. Me han hecho 17 operaciones a una hernia que me dificulta caminar. Tengo un cáncer que me tiene a puro Tramadol. Y durante dos años estuve totalmente ciega. Eso hasta que llegaron estas angelitas. 

Anita, Cecilia y Camila, “las angelitas”, el PADAM de Quillota completo, es aludido por Ana María, quien perdió la vista de su ojo izquierdo a causa de “una catarata atravesada. “Yo desde hace años no veo por el ojo derecho. No me sirve y ya no tiene remedio”. 

Cuenta una larga historia de ires y venires por consultas privadas hasta que “las angelitas” la llevaron al oftalmólogo del sistema público. “Un santo ese doctor, qué hombre más bueno. Me dijo que yo no tenía que pagar ni un céntimo, porque la catarata atravesada está en el AUGE. A mí me habían hablado de 700 mil pesos para operarme en la clínica privada. De dónde iba a sacar yo esa fortuna”. 

De inmediato, el buen doctor la mandó al Hospital Van Buren de Valparaíso, donde debió ir cinco días consecutivos a que le prepararan el ojo para la intervención. 

–Imagínate lo que representa ese viaje a Valparaíso cinco días seguidos para ellos. Es un costo en locomoción que los saca de su presupuesto. Eso pasa con nuestros participantes. Vivimos en un sector donde no hay transporte colectivo. Cada movimiento significa por lo bajo mil pesos y no pueden andar solos tampoco –explica Anita, ampliando el problema de su tocaya a todos los demás adultos mayores del PADAM. La ventaja de Ana López es que no se arredra ante nada. “Será porque yo llevo a Dios en mi corazón”, dice, convencida. 

Profesora de punto arroz

Ya dijimos que las casas en la población Aconcagua Sur están cerradas a machote. Acá, cuando nos abren la puerta, lo primero que vemos es un antiguo bebedero de caballos que Ana María López y su “marío” o “mi esposo mío”, como llama a Ignacio, han convertido en jardinera. 

La vieja caseta sanitaria que recibieron en tiempos en que “aquí no había luz, no había agua potable, sólo terrenos con piedras”, se ha expandido considerablemente. 

–Yo nunca he rechazado la ayuda que me ofrecen. Cuando sólo teníamos la caseta sanitaria vinieron unas personas de no sé qué país y nos ofrecieron ayuda para ampliar las casas y pasarnos semillas para hacer huertos y enseñarnos a sembrar, plantar, cosechar, dije que sí al tiro. Hasta clases de primeros auxilios nos daban. La mayoría desconfió; yo me sumé. 

Hoy se enorgullece del techo que la cubre. “Este es material del bueno. Con cerchas a la vista, tal cual se hacen los chaleses finos, pitucos. Cerchas barnizadas. Esto es trabajo fino”, dice indicando el cielo raso. 

–Las otras dos piezas las hice yo. Ahí el techo no quedó bien. Por eso, fue tan buena la ayuda que me dieron las angelitas del Padam el invierno pasado. Yo tenía al “marío mío” durmiendo en su cama en el living, porque la pieza se llovía. Ahora quedó todo reparado, pero la pestaña del techo por fuera de la casa, por el frente, quedó corta. Habría que instalar una canaleta a todo el largo, pero cómo lo hago. No tengo ni la plata ni quién lo haga. 

–Ignacio no parece muy bueno para maestrear…

–No, el esposo mío no sirve para nada. La única vez que intentó hacer algo fue cuando le pedí un cordel para tender la ropa. Me dijo que lo haría y yo estaba toda emocionada. Pero cruzó una lana gruesa de pandereta a pandereta y así fue como toda la ropa se me vino al suelo. Él es bueno para cocinar, para eso es bueno. Yo también. A veces discutimos por cuál de los dos hace el almuerzo. 

Hoy almorzaron cazuela de chancho, cuentan, tomaditos de la mano. 

Ana María, que tiene sus recetas y las dosis de medicamentos pegadas en el refrigerador, dice que, pese a todo –el cáncer, la hernia, la pérdida de la vista, la sordera de Ignacio–, se siente feliz. Que aunque por ahí por los 75 años se el declive físico de ambos, han tenido una buena vida. El balance es positivo. 

De repente, suena su celular. Un aparato básico. “Yo lo único que sé es contestar y cortar. Aprieto aquí o acá y ya. No tengo idea de cómo llamar. Eso no lo sé. Con el palillo y el crochet, en cambio, sí me manejo. Tanto así que el año pasado el ayudante del alcalde me contrató de profesora para dar un taller a las señoras. Me pregunto si sabía tejer punto arroz, algo tan sencillo. Le dije que sí al tiro y así fue como me convertí en profesora”. 

No todos poseen la capacidad y el ánimo de Ana López, pero todos necesitan ser oídos, vistos, visitados y ayudados por profesionales como Anita, Cecilia y Camila, “las angelitas” del PADAM de Quillota. 

 

 

 

 

Publicidad

Tendencias