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Gabriela, campesina y letrada CULTURA

Gabriela, campesina y letrada

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No es casual que la mayor intelectual chilena, la primera mujer de nuestro continente que obtuvo el Premio Nobel de Literatura, la que llegó tan lejos –desde Montegrande, al Palacio de Conciertos de Estocolmo, a ser honrada por el Rey Gustavo V de Suecia–, sea una chilena campesina.


Eso hablamos en marzo pasado con unas 250 mujeres del valle de Quillota, en el contexto del Día Internacional de la Mujer. Había productoras de tomates, flores, paltas, angustiadas por problemas como la escasez hídrica, la falta de conectividad, las limitaciones legales de las casadas para la propiedad de la tierra… Me habían invitado a empoderarlas y eso hice, valiéndome de Gabriela. 

Les comenté que Lucila Godoy Alcayaga, nombre legal de Gabriela Mistral, honestamente no tenía ni una sola posibilidad de llegar a las alturas que llegó. Como me dijo en una entrevista uno de sus mayores investigadores, el académico Pedro Pablo Zegers: “Lucila Godoy Alcayaga no tenía ninguna chance de llegar a ninguna parte. Estaba condenada al fracaso”. 

Tenía tres cosas a su haber que eran nefastas: había nacido en provincia, en el valle de Elqui, cordillera adentro, perdida en las serranías, en 1889; era  pobre y era mujer. Campesina, para colmo de males. 

En esa época esas eran limitantes mucho peores que lo que son ahora. Pero ella revierte esa adversidad, la da vuelta. Logra posicionarse contra viento y marea en el mundo de la pedagogía de manera tan potente, que sale al mundo, aprende, escribe y termina convertida en la primera mujer latinoamericana en obtener el Premio Nobel de Literatura en 1945. Todo eso, sin dejar de ser una mujer campesina. Profundamente chilena.

Esas tres “cosas” –mujer, pobre, provinciana–, condiciones nefastas sumadas con las que ella cargaba, hoy se conocen como “interseccionalidad”. El concepto se refiere a una serie de categorías que, juntas, significan discriminación, falta de oportunidades, pobreza.

Pero Gabriela Mistral, que además de ser campesina, era hija y hermana de profesores, tuvo una condición salvadora: en su casa había libros y muy pronto aprendió a leer y a escribir. Por eso ahora, que nos toca conmemorar el Día Mundial del Libro y la Lectura, este próximo 23 de abril, vuelvo sobre el tema. Para hablarles ahora a los lectores de la biblioteca pública que Hogar de Cristo administra en Estación Central. 

Gabriela nació en 1889. A principios del siglo 20 en Chile, el censo de población indicaba que 7 de cada 10 chilenos eran analfabetos. Hombres y mujeres casi en partes iguales, aunque había un poco más de mujeres que no sabían leer ni escribir. 

Aprender a leer es como cultivar la tierra. Un aprendizaje que se inicia lento y que cuando florece no se marchita. Hoy Chile casi no tiene analfabetos. Pero entre las poblaciones mayores, no pocas de las muchas mujeres que he entrevistado en mi vida, nunca aprendieron a leer y a escribir. Y existen otras (unas 500 mil personas en Chile) que son analfabetas. 

Y, otro dato de la modernidad: persiste el analfabetismo funcional. Esto es: personas que manejan la lectura y escritura en un grado elemental, pero que no son capaces de comprender lo que leen, ni escribir textos breves. Esto está extendido no sólo entre los viejos; está pasando cada vez más entre los hijos de la cultura digital. 

Conocer las letras del alfabeto, saber juntarles y sacarles todo su jugo precioso, hace una diferencia fundamental. Para las mujeres nacidas en la ruralidad, en sectores apartados, lograr ese conocimiento era difícil en los tiempos de Gabriela Mistral y sigue siéndolo hoy. Pero no se puede estar al margen de la lectura y de la escritura. En ambas funciones está la savia del conocimiento. Y hasta se ha dicho que escribir previene el cada vez más común Alzheimer, que es la epidemia en un país que envejece.

“Leamos juntas esta reflexión de Gabriela Mistral”, les dije a las campesinas de Quillota en marzo. “Toda la naturaleza es un anhelo de servicio; sirve la nube, sirve el aire, sirve el surco. Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú; donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú; donde haya un esfuerzo que todos esquiven, acéptalo tú”. 

Es notable cómo Gabriela liga su propio anhelo de servicio (como profesora rural y en particular como profesora de niñas en las que estimulaba la lectura) con el servicio que le aporta a los seres humanos la tierra, su cultivo, sus frutos. Una mujer campesina sabe que sirve y sirve más si sabe. Y sirve mucho más si tiene ese anhelo de servicio, que comparte con la nube, con el aire, con el surco.

Hay otra frase clave y muy definitoria de la maestra Mistral. Dice: 

“La Patria es la infancia, el cielo, el suelo y la atmósfera de la infancia. Yo sigo hablando mi español con el canturreo del valle del Elqui; yo no puedo llevar otros ojos que los que me rasgó la luz del valle del Elqui; yo tengo un olfato sacado de esas viñas y esos higuerales y hasta mi tacto salió de aquellos cerros con pastos dulces o pastos bravos”.

A la mujer campesina y a las que somos sensibles a la naturaleza el recuerdo de los olores y los sabores de infancia nos conmueve tanto como el primer amor, el nacimiento de un hijo, la pérdida de la madre. La verdadera Patria es el suelo, los montes, los campos, donde uno creció. La patria es la infancia, sostiene Gabriela Mistral. 

Esto lo escribe antes que lo hiciera Herman Hesse, poeta y escritor alemán, 10 años mayor, que ganó el Premio Nobel al año siguiente que ella, en 1946. Hermann Hesse señala: Es en la infancia donde se gesta nuestra esencia más auténtica y libre”. Quien se cría en el campo a su aire, será siempre campesino”. 

Ese es el caso de nuestra gran Gabriela. Mujer moderna, fuerte, inspiradora, que pese a las altas cumbres intelectuales que alcanzó, nunca dejó de decirse campesina. Orgullosamente, campesina. 

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