Los “narcozorrones” suelen ser estudiantes hombres, principalmente de ingeniería comercial de universidades de la “cota mil”, trafican para juntar capital y generar un emprendimiento. Una investigación de VioDemos pone el foco en los sesgos con que se debate públicamente sobre el “narco” en Chile.
El primer pensamiento con que relacionamos la palabra “narcotráfico” suele ser una banda organizada, quizá extranjera o con grandes decomisos realizados por las policías. La observación la realizan tres investigadores del Instituto Milenio para la investigación en Violencia y Democracia (VioDemos), Renata Boado, Juan Pablo Luna y Nicolás Unwin, quienes efectuaron una investigación académica respecto del tráfico de drogas en los sectores más acomodados de Santiago.
El paper respectivo aún no se publica, pero sí hubo un adelanto del trabajo en el sitio Tercera Dosis, en que, bajo el título “Narcozorrones y microtráfico ABC1”, relatan que para elaborar el estudio recurrieron a un sondeo sobre la estructura del tráfico en sectores ABC1. Este fue hecho a través de conversaciones informales con microtraficantes que estudiaron en algunos de los mejores colegios privados de Santiago y que hoy se forman en la universidad.
Allí explican que “se trata de una muestra predominantemente masculina, que se diferencia de lo que sucede en otros mercados de microtráfico, los cuales se caracterizan por una mayor presencia femenina. En este sentido, son sujetos con buen poder adquisitivo que cursan carreras universitarias, principalmente ingeniería comercial, y que incursionan en el narcotráfico de una manera sustancialmente distinta a como lo hacen los narcos ‘de pobla’. En línea con la experiencia internacional, una de las motivaciones usuales para iniciarse en el tráfico es la de financiar su autoconsumo”.
Sin embargo, una gran proporción de los entrevistados ve en el microtráfico una forma de reunir capital para montar un emprendimiento legal. “La aspiración de convertirse en empresario exitoso y alcanzar cierta autonomía financiera resulta predominante en este grupo. A su vez, y también en línea con la evidencia disponible para otros casos de traficantes ABC1, la actividad aparece asimismo en algunas narrativas como una forma de buscar la validación social en sus grupos de pares. Dicha validación está dada, en buena medida, por la capacidad de gastar y consumir, compartiendo en muchos casos con sus amigos”, explican.
“La plata que ganaba me la echaba en otras hueás, ¿cachai? Me compraba entradas para conciertos, recitales, me compraba mis cosas. Mucho tiempo tuve una mesada relativamente baja, no sé si baja, pero solo me alcanzaba para cubrir. Estás todo el rato moviéndola, fumándola, ganando plata y así. Y otra hueá que me ha pasao harto con hartos hueones, es para creerse choro nomás y se sienten bacán por vender y la hueá” (sic), señala una fuente que se menciona en el informe.
El zorrón es un hijo de la élite, que posee privilegios y estatus social y que tiende a ostentar en su interacción con jóvenes de otros sectores sociales. El texto señala que “la consolidación de la figura del zorrón es relativamente reciente, siendo mencionada de forma escasa y fragmentada en la literatura. En general, los zorrones son caracterizados como jóvenes de clases medias-altas y altas, con discursos que enfatizan la ‘mentalidad ganadora’ y un culto al físico. También se los describe como estudiantes de carreras tradicionales (ingeniería, derecho, administración de empresas) y orientados a un consumo ostentoso de tecnología, ropa o drogas (principalmente marihuana y otras relacionadas a la escena de la música electrónica). Por lo tanto, parte del mundo social del zorrón, se estructura en torno a fiestas a las que concurre un grupo socialmente homogéneo de jóvenes”.
Los investigadores definieron al narcozorrón como el “zorrón” que trafica drogas. “Dicha transformación tiene dos factores emergentes relevantes para la consolidación de la identidad del narcozorrón en los últimos años: la masificación de las culturas populares, propias de los márgenes urbanos (la que se manifiesta, por ejemplo, en el éxito del trap chileno) y el reforzamiento de la figura del emprendedor individual como estereotipo del éxito y estatus social”, aseveran.
El privilegio del que gozan los narcozorrones queda de manifiesto en sus relatos sobre la interacción que (una minoría de ellos) ha tenido con las Fuerzas de Orden. Estas narrativas expresan la conciencia de cierto privilegio del que usufructúan: “Si tú ves a un tipo rubio, de ojos azules, con piercing, dices ya, un joven universitario. Pero si ves una persona morena, metro 60 con un degradé, con un tajo en la cara vendiendo, dices ah ya, el hueón flaite”, relata un entrevistado.
La alta incidencia del microtráfico en los sectores ABC1 no es algo nuevo ni novedoso, pero resulta importante relevar las características de esta actividad y su configuración actual, para poner sobre la mesa los sesgos con que debatimos públicamente sobre el “narco” en Chile.
La pandemia del COVID-19 ayudó a la diversificación del mercado. Los narcozorrones más experimentados, por ejemplo, señalan que ahora ya no deben acudir a proveerse de producto a las poblaciones, indicando también que dicha necesidad, previa a la pandemia, los ponía en una situación incómoda y eventualmente peligrosa.
“Los narcozorrones operan sobre la base de grupos cerrados de WhatsApp, Telegram o Signal. Frente a la sospecha de que el grupo ha sido infiltrado, este se disuelve rápidamente mientras, en paralelo, se genera un nuevo grupo al que la red de contactos seguros recibe una invitación para sumarse”, detallan los investigadores.
Mediante este tipo de plataforma también se produce el intercambio entre narcozorrones y sus proveedores, el que se estructura de forma cooperativa más que en función de rivalidades y tratos de exclusividad. “A modo de ejemplo, quien no tiene o no desea comercializar cierto producto, sugiere a ‘colegas’ que sí lo comercializan. Es un mercado ‘buena onda’, en que la amplitud de la demanda y la diversidad de la oferta genera un ambiente cooperativo. También contribuye a eso el que prácticamente no existan casos de integración vertical u horizontal del negocio entre los individuos con quienes conversamos. Una excepción a este fenómeno lo encontramos en un caso en que un narcozorrón nos habló de cómo había diversificado sus puntos de venta, integrando como vendedores de su producto a un conjunto de guardias privados que trabajaban en una universidad de la cota 1000. Más allá de este caso, se trata de un mercado más bien horizontal, carente de pujas territoriales y ambición por crecer mediante el uso de la violencia en el negocio”, especifican los autores del estudio.
Los narcozorrones no son un fenómeno nuevo ni particular al contexto chileno. El estudio afirma que las dinámicas expuestas deberían ser relativamente familiares para todos quienes consumen droga en Chile en los sectores ABC1. “Lo relevante es que nunca pensamos en dichas dinámicas y sus protagonistas, cuando opinamos y discurrimos, livianamente en muchos casos, sobre el ‘narco’ o el crimen organizado en Chile. Ese sesgo nos hace vincular directamente al narco o al crimen organizado con la violencia y, especialmente, con la violencia homicida que tanto nos preocupa en la actualidad”.
“El caso de los narcozorrones hace visible dos implicancias importantes: primero, no todo el narcotráfico es crimen organizado (especialmente si pensamos en crimen organizado como un fenómeno que va más allá de la mera operación de un mercado ilegal, sino como un fenómeno asociado a organizaciones relativamente complejas, que buscan ejercer el control territorial y para ello recurren a la violencia y buscan establecer vínculos de colusión con agentes estatales y actores políticos); segundo, el narcotráfico que genera más renta a nivel minorista (porque los precios y márgenes son mayores en el tráfico ABC1) no genera violencia (esto aplica también a actividades fundamentales y sumamente lucrativas del negocio, como el lavado de dinero), volviéndose invisible en términos sociales y para el debate político. Esto último no implica que sea una actividad socialmente inocua: por ejemplo, los riesgos de salud pública que genera el nivel de experimentación que supone la creciente diversificación de los productos que circulan en este mercado son potencialmente altos y están en aumento”, agregan.
Se sabe también que el poder coercitivo del Estado es una sábana corta; cortísima, en rigor, en casos en que la institucionalidad comienza a ser desbordada por la irrupción y expansión de diversos mercados criminales. En términos estrictos, si el foco de la coerción estatal es el de contener la violencia, la laxitud que observamos indirectamente a través del sentimiento de impunidad y bajo riesgo que experimentan los narcozorrones es perfectamente razonable en términos sociales.
Finalmente, explican que, a pesar de todas las diferencias entre los narcozorrones y quienes se dedican al microtráfico en otros contextos sociales, hay dos regularidades que son transversales en términos socioeconómicos: “Por un lado, la ilegalidad y el narcotráfico en particular son vistos como un emprendimiento capaz de satisfacer rápidamente aspiraciones de consumo y estatus social que el mercado legal y los vehículos de movilidad ascendente tradicionales (como la búsqueda del logro educativo) han dejado de proveer de modo efectivo en nuestra sociedad”.