En resumen, tenemos problemas –exigencias de aplicabilidad y utilidad; énfasis en la productividad; escasez de tiempo para la lectura o, dicho de otro modo, el problema de la recarga del investigador– que son factibles de ser resueltos, si quienes toman decisiones dejan de lado tanto el pertinaz economicismo que acompaña desde hace tanto tiempo a nuestras políticas científicas, como la obsesión por la “excelencia” (la que suele medirse comúnmente mediante la “productividad científica”). El Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación se encuentra en proceso de revisión de la política nacional del área, y sería bueno que los ejercicios de “diálogos” que está desarrollando sean abiertos y participativos, para que la comunidad científica pueda discutir este tipo de asuntos.
Hace algunos días, la prestigiosa revista Nature publicó un interesante artículo que ofrecía una conclusión lapidaria: a lo largo de las últimas décadas, la ciencia se habría vuelto cada vez menos capaz de abrir nuevas áreas y de volver obsoleto el conocimiento vigente. En otras palabras, la ciencia se ha vuelto menos disruptiva.
Cualquier lector habría de preguntarse, quizás justamente, “¿y a mí qué me importa?”. Los autores del estudio se preocupan, y con razón, pues por lo general se asume que la capacidad de la ciencia de ofrecer soluciones para nuestros problemas (lo que para muchos equivaldría a su “capacidad innovativa”) requiere necesariamente de la generación de nuevas ideas, de la ampliación de las fronteras del conocimiento. Así, una ciencia poco disruptiva sería una ciencia menos útil en su capacidad de brindar soluciones a muchos desafíos actuales. Estaríamos entonces ante un problema potencialmente mayúsculo: después de todo, la humanidad enfrenta múltiples problemas, algunos de ellos de enorme magnitud y complejidad y, en consecuencia, necesitamos una ciencia disruptiva.
La idea de que la ciencia ha perdido en parte su capacidad de crear soluciones viene rondando desde hace un tiempo. ¿Cuál es el problema de la ciencia? ¿Qué estamos haciendo mal? Una idea que ha ganado fuerza en los últimos años es la creencia de que el problema no se trata de que la ciencia sea menos disruptiva, sino de que simplemente los investigadores han “perdido el foco”, debiendo privilegiar una investigación “orientada” –por ejemplo, por “misiones” concretas– en lugar de aquella motivada por la curiosidad científica.
En este sentido, es interesante que los autores del estudio ya citado hayan encontrado, dentro del gran número de hallazgos que reportan –no por nada el artículo ha sido publicado en una de las revistas científicas más prestigiosas del planeta–, que la caída en el carácter disruptivo de la ciencia ha sido acompañada de un evidente cambio lingüístico, desde un vocabulario que resaltaba la novedad y el descubrimiento (que podríamos asimilar a la “curiosidad”), hacia uno que, en cambio, resalta precisamente la aplicación y la utilidad (y que podríamos asimilar a la “orientación”).
No obstante las convicciones de ciertas personas o grupos, uno de los grandes problemas de la ciencia actual es la constante exigencia de “aplicabilidad”, “relevancia”, “pertinencia” y “utilidad” que se impone a los investigadores, en desmedro de la “curiosidad” y el “conocimiento”. Varios autores han (hemos) argumentado que la capacidad de la ciencia para ofrecer soluciones a problemas prácticos requiere necesariamente de una ciencia diversa, disruptiva, que abra nuevas fronteras y direcciones, algo que no se logrará “orientando por misión” la investigación del país –de cualquier país–. Los resultados del estudio publicado en Nature, referidos al cambio lingüístico observado desde 1950 a la fecha, respaldan esta idea, y nos llaman entonces a no descuidar la ciencia básica y motivada por curiosidad.
Quizás más importante aún es el hecho de que, según el estudio, el problema de la poca capacidad disruptiva de la ciencia no se debería a un asunto de calidad, ni menos de cantidad. En efecto, los autores del estudio llaman a los tomadores de decisiones a liberar a los investigadores de las constantes exigencias de productividad a las que nos tienen acostumbrados las agencias de financiamiento. Los autores incluso sugieren dar más tiempo a los investigadores para la lectura, pues el estudio sugeriría que estos se estarían enfocando en áreas de conocimiento cada vez más estrechas. ¡Vaya sugerencia! Es difícil imaginar a nuestras agencias públicas –la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo, por ejemplo– promoviendo políticas tendientes a dar más tiempo a los científicos para que lean. Pero quizás es hora de explorar ideas descabelladas, en lugar de insistir en “orientar por misión” o exigir productividad.
En resumen, tenemos problemas –exigencias de aplicabilidad y utilidad; énfasis en la productividad; escasez de tiempo para la lectura o, dicho de otro modo, el problema de la recarga del investigador– que son factibles de ser resueltos, si quienes toman decisiones dejan de lado tanto el pertinaz economicismo que acompaña desde hace tanto tiempo a nuestras políticas científicas, como la obsesión por la “excelencia” (la que suele medirse comúnmente mediante la “productividad científica”). El Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación se encuentra en proceso de revisión de la política nacional del área, y sería bueno que los ejercicios de “diálogos” que está desarrollando sean abiertos y participativos, para que la comunidad científica pueda discutir este tipo de asuntos.
Por ahora, el estudio publicado en Nature nos sirve para intentar aclarar la discusión de una vez por todas: sí, hace tiempo ya que la ciencia no tiene el carácter disruptivo que a menudo se le atribuye. Es hora de aceptar que estamos viviendo, efectivamente, un estancamiento en materia de ciencia e innovación –al menos de aquella innovación disruptiva, que cambia tecnologías completas, que modifica sustantivamente las economías, que crea nuevas soluciones de impacto global– y que, si queremos que las futuras generaciones tengan un mejor vivir en unas cuantas décadas más, necesitamos mejores políticas de investigación científica.