Entre las características están las cosechas más tempranas, pieles mucho más gruesas por el sol y la lluvia, y una uva más carnosa en las variedades de Garnacha, Syrah, Chardonay y País.
En 1866, los sacerdotes franceses Kaspar Zumbohm y Theodore Escolan arribaron a la isla de Pascua cargados de diversas flores y plantas para ampliar la primera misión, establecida meses antes por el navegante y tratante de esclavos Jean Baptiste Dutrou-Bornie.
Entre ellas, varias vides provenientes de Europa pensadas para la elaboración de vino de misa, que nunca cosecharon y que crecieron silvestres, olvidas en los frondosos jardines volcánicos que separan las miles de cuevas que horadan la isla.
Hasta que en 2008, José Mingo, un industrial del vino con años de experiencia en las mejores viñas de Chile, las vio asomar entre los cráteres, junto a una hilera de moais derrumbados, y albergó un sueño se ha convertido en realidad una década después gracias a la tenacidad, la experimentación y sobre todo, al sentimiento: Manutahi, el primer vino cultivado, cosechado y embotellado en esta solitaria isla polinesia, considerada el ombligo del planeta.
«Ahí empezó este gran sueño de hacer un vino en Rapa Nui», asegura junto a su socio, José Tuki, el agricultor que a la teoría de su tocayo suma los secretos ancestrales de una tierra rica en minerales, un agua escasa y unos vientos muy húmedos.
«Nace con dos ideas, una de hacer el primer vino en la isla con el manejo agrícola de los Rapa Nui, y dos, producir un vino para los rapanui, para la gente, y que eso después contamine al resto de las comunidades como una alternativa agrícola sustentable», explica a Efe Mingo, que por primera vez abre el viñedo a la prensa.
Obsesionados por la idea, «los dos josés» emprendieron una senda sin destino definido: Mingo envió muestras de las cepas traídas por los misioneros a la Universidad de Tenerife, isla española volcánica también productora de vino, para desentrañar su material genético.
Y Tuki abrió sitio entre piñas, paltas, mangos y otros frutales de su pequeño terreno para colocar hileras de estacas solitarias con brotes de vid, sin alambre que las uniera, como se hacía en tiempos pretéritos.
Además, imaginó un sistema de cisternas para recoger el agua de lluvia, nutrida con peces de los cráteres; introdujo el riego por goteo -una novedad en la isla, con problemas de sequía- y confió en las algas que crecen en el litoral del Pacífico como sustrato para una tierra vegetal que descansa sobre un lecho de lava.
«El año pasado hicimos una vendimia muy dificultosa porque estábamos en pandemia. Además, gran parte de los racimos se los comieron los pollos polinesios, cosa que nunca habían visto. Al final salieron diez litros, estas cuatro botellas que atesoramos como material para futuras generaciones», señala Mingo.
Una pequeña victoria -aún no descorchada- devenida en la semilla de una fantasía hecha realidad: este año esperan recolectar 250 kilogramos de uva de diferentes clases y producir las primeras 250 botellas de Manutahi, palabra rapanui que significa «el primer pájaro» y que tiene un hondo significado sentimental para ambos.
«Queremos ver qué variedad va mejor para lograr vino de un nivel aceptable, un buen nivel y después ir cada vez mejorando en la medida que las plantas maduran», señala Mingo mientras Tuki mira la tierra ennegrecida que limpia cada día, sin pesticidas ni otros químicos, a golpe de azada y de callo.
«La característica en esta isla es el suelo, el agua. Hay que tener agua porque es una tierra vegetal muy pobre. Me di cuenta de que la dorada que está abajo de esta negrita era que conserva mucho más la humedad», explica Toki, quien insiste en la idea de legado.
«Mis ancestros esperan que la generaciones futuras podamos aportar algo a esta isla. Creo que esto es historia», subraya.
A la pasión de Mingo y la sabiduría de Tuki les pone técnica Marcelo Lorca, ingeniero agrícola procedente del sur de Chile, que supervisa un proceso que tiene mucho de experimento científico.
«El potencial que podemos tener en la isla es muy distinto al comportamiento de la misma variedad en una zona de clima mediterráneo. Por lo tanto el desarrollo futuro va por dos líneas: el trabajo de las cepas ancestrales y la introducción de materiales sanos de origen francés y español. Hay mucho que experimentar, que descubrir, que investigar», afirma Lorca.
Cosechas más tempranas, pieles mucho más gruesas por el sol y la lluvia, y una uva más carnosa en las variedades de Garnacha, Syrah, Chardonay y País que apuntan a un vino producido con corazón y vocación de perdurar, como los misteriosos moais que susurran y protegen este pedazo de tierra en medio del Pacífico.