Ni en Europa, ni en Latinoamérica: La noche del Día de los Muertos es una celebración única en México, donde es posible reencontrarse con las almas de las personas que hemos perdido de manera física.
Son las 15:00 del martes 01 de noviembre. Todos vienen de distintas partes del mundo y recién se conocieron hace unas horas, pero hay algo del más allá que los une: conocer la muerte desde otra perspectiva. Son seis jóvenes turistas que salen de la hostal Casa Azul del centro de Morelia, en México, para buscar el bus que los llevará a Pátzcuaro, una pequeña ciudad de cerca de 61.000 habitantes.
Se hace casi una hora de viaje hasta llegar al primer destino: una ciudad con una característica arquitectura colonial, con el blanco y el rojo como colores principales. Calles empedradas y guías turísticos gritando a todo pulmón “ven a visitar la Casa de los 11 patios”.
La plaza principal, toda de verde. Grandes árboles que se transforman en la posibilidad de escape para un caluroso día. Hay vendedores con sus puestos alrededor de toda la plaza: hoy no es cualquier día en Pátzcuaro. Es, según dicen, “el día más importante del año”.
Puestos de toda la gama de comida mexicana y tragos típicos que alguien se pueda imaginar. Stands para pintarse la cara como Catrina, vendedores de coronas de flores, puestos de ropa abrigada para pasar la noche en vela. Los seis turistas las hacen todas: visitan la Casa de los 11 patios, comen algo típico, pagan para pintarse las caras, se compran coronas de flores. Son casi las 20:00 y ya se alistan para ir al próximo destino, pero antes, una michelada.
Se suben a una especie de van que funciona como transporte público entre Pátzcuaro y Tzintzuntzán, el próximo destino. Es un viaje que normalmente dura media hora: hoy, lo hacen en una hora y media porque nadie se quiere quedar sin celebración y la carretera está colapsada. Dentro de la locomoción, todos conversan entre todos, algunos pasajeros llevan ramos con flores y otros, con la cara pintada como calaveras.
Según dice el chofer, el tráfico es inusual. Los turistas deciden bajarse y continuar el rumbo a pie. Cientos de otras personas, deciden hacer lo mismo, y unirse en una especie de “peregrinación” hacia el mismo lugar: el panteón de Tzintzuntzán.
Se hace casi imposible entrar al panteón, pero lo logran. Ya estando dentro del terreno religioso, un hombre guía los rezos y cánticos a través de un altoparlante. Todo el lugar, en un luminoso tono naranjo: todas las tumbas con las típicas flores de Cempasúchil y velas alrededor. En algunas, arcos con frutas colgando, que según dicen, son utilizados si la persona falleció hace menos de cuatro años. En otras, ofrendas: panes, frutas, mole, azúcar, botellas de Coca Cola u otro tipo de comida.
Cientos de personas se reúnen alrededor de las tumbas y depende del camino que tomes, lo que se puede apreciar: algunos lloran a gritos alrededor de sus fallecidos. Otros, alzan cervezas recordando los buenos momentos con quien ya no está. Algunos cantan canciones religiosas, pero también, las canciones favoritas de quien se fue al otro mundo. Suena de fondo unos hombres cantando
“Sufrirás, llorarás, mientras te acostumbras a perder. Luego te resignarás, cuando la vuelvas a ver”. Incluso, hay quienes se atreven a bailar alrededor de las tumbas. Otros que solo vienen de visita, se sacan fotos posando en el panteón, tal como si fuese un atractivo turístico.
Es un ambiente hermoso e inigualable. Se siente una paz y emoción difícil de describir. Pero hay tanta gente, que no se puede seguir avanzando, así que es mejor, dejar el panteón e ir al del frente. Menos gente, y más silencio. Un hombre ebrio alza una lata de cerveza mientras se apoya en los fierros de una tumba, niños envueltos en frazadas duermen sobre otra y familias toman café y comen algo para seguir en vela por el resto de las horas.
Afuera, es una realidad completamente distinta. Suenan bandas en vivo, con bombos y platillos, mientras la gente baila como si fuese una fiesta de celebración. Acá también se forma lo mismo que en Pátzcuaro: una feria llena de todo tipo de comerciantes, por donde nuevamente los turistas deciden parar: esta vez, por unas gorditas de nata, y otra vez, por micheladas.
Son las 22:00. Los turistas se devuelven a Pátzcuaro. Allá el ambiente es otro: totalmente fiesta y celebración. Pasan autos con personas con cotillón, una gran banda se reúne en el puerto y la gente baila alrededor. Ya casi no se ven puestos de comida: solo es alcohol.
Los turistas compran botellas de mezcal, y se unen a la fiesta en el puerto, mientras esperan abordar a la siguiente lancha que los cruzará a su destino final: la isla de Janitzio. Son muchas las emociones que transitan de un momento a otro, pero la noche sigue.
Pasadas las 1:00 de la madrugada, la lancha llega a su destino. Ya están en la isla de Janitzio, donde en todo México se conoce que está uno de los panteones más representativos para vivir el Día de Muertos.
Compran elotes para comerlos mientras suben las eternas escaleras hasta el panteón. Ahí, se repite la escena. Un paisaje de las naranjas flores de Cempasúchil de principio a fin, casi como formando una pradera.
Es distinto a los panteones visitados en el otro lugar. Desde el primer momento, se siente la nostalgia y la tristeza de los presentes: un grupo de jóvenes, sentados encima de una tumba, alza sus cervezas y gritan mientras lloran. Se abrazan, alzan las latas, se abrazan, lloran, toman un sorbo y así continúan.
Allí, se ven muchas mujeres mayores de edad, con textiles gruesos abrigando sus cuerpos, casi desapareciendo dentro de estos. Hay niñas y niños pequeños que duermen sobre las tumbas. En el panteón no hay mucho ruido, tampoco, muchos turistas. La gente está en silencio y contemplando las estructuras del cementerio, donde están aquellos a quienes esperan volver a ver esta noche.
En la pared de piedras que limita el panteón con el resto de la isla, está sentado un joven con un sombrero de cuero y con un poncho. Sonia, una de las turistas de origen colombiano, lo reconoce y le pide que se presente: es Jair. Tiene 22 años y el 2015, cuando tenía 15, vio a su abuelita físicamente por última vez.
Dice que Doña Teresa era amante de la buena comida. Y por hacerle caso a su pasión, estuvo años trabajando en una cocinería de Janitzio. Su nieto asegura que “a pesar de recibir con abundancia a los comensales, fue ahí donde se enfermó por la mala ventilación del lugar”.
Todos los días la recuerdan y extrañan, pero dicen que una vez al año, ella vuelve a este plano terrenal. La reciben de vuelta con emoción y amor. También, con ofrendas en su tumba: velas, flores de Cempasúchil, pan y frutas. Dice Jaír, “para facilitar el retorno de su alma y para que no se pierda en el camino”.
Sin embargo, su nieto advierte que la fiesta principal, es en la casa de ella: le preparan un gran y decorado altar con pato asado con guarniciones, su plato favorito. Para que ese día tan especial que vuelve a sentir el calor de su hogar, sepa que la echaron de menos y que la esperan con mucho cariño.
Jaír y su abuelito Zeferino duermen en torno a la tumba para esperarla, acompañarla y volverla a abrazar toda esta noche hasta que sea la misa de la mañana. Con alegría y nostalgia por no haberla visto hace un año. Pero Don Zeferino está muy cansado y con sueño. No dura toda la noche porque se quiere ir a acostar, pero al menos hasta las 4 am, promete que volverá a estar junto a su amada esposa.
Será hasta el próximo año que la vuelvan a ver y a sentir más cerca que nunca. Mientras, su nieto Jaír, promete que la va a seguir esperando todos los años que pueda. No la olvida, y no la olvidará.
Todo esto, Sonia, la turista colombiana, lo escucha con mucha atención. Pero no puede soportar más la emoción mientras Jaír le pregunta por qué llora y qué le causa tanto llanto.
Sonia abre el bolsillo de su chaqueta y saca una fotografía al estilo Polaroid. “Es la persona más importante de mi vida, pero ya no está acá”. Es su papá, quien falleció hace solo unos meses.
Se seca las lágrimas y agradece a Jaír por contarle cómo espera a su abuelita para que sus almas se vuelvan a juntar. Se despide de él y con tranquilidad y satisfacción, le cuenta que pudo darle todo el amor a su papá, cuando él estaba en la tierra. También, le promete que tratará de transformar la tristeza por alegría, para volver a estar, aunque sea a ratitos, junto a su padre.
Se despiden en un abrazo que dura al menos unos minutos. Ya son pasadas las 4:00 am.
Algunos turistas se quedan en una fiesta de reggaetón en un monumento que está en la punta del cerro, y otros, cansados, vuelven a la hostal donde se conocieron. Todos siendo de diferentes países, pero con un nuevo aprendizaje común que se llevarán a Europa y Latinoamérica: recordar con fuerza, porque según la cultura mexicana, las almas nos vienen a visitar.