El yogur es una fuente saludable de calcio y otros nutrientes, pero no todos los que venden en el supermercado resultan igual de recomendables. Atentos, sobre todo, a la lista de ingredientes añadidos.
Una gran variedad de yogures de todos los colores y sabores copan el lineal de los productos refrigerados. Y entre ellos, cuidado, nos encontramos también los mal llamados “yogures” vegetales. ¿Cómo identificar entre tanta oferta cuáles son, desde un punto de nutricional, los mejores?
La receta básica de un yogur es leche y fermentos lácticos producidos por la acción de las bacterias Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus y Streptococcus thermophilus, como marca la normativa en España. Cuando se utilizan otros microorganismos (por ejemplo, Lactobacillus casei), el producto ya no puede llamarse yogur, sino leche fermentada.
El alimento genuino lo podemos preparar en casa con una sencilla yogurtera y es tan fácil como añadir una cucharada de yogur a la leche. En unas horas, esta deja de ser líquida y adquiere la consistencia propia de un yogur. Un apunte: no descartemos el líquido que queda por encima porque contiene nutrientes.
De esta manera tenemos el yogur “natural”, de sabor ácido y con una composición nutricional similar a la de la leche. Ambos forman parte de una dieta saludable por su aporte de proteínas de alta calidad y calcio.
El calcio es importante para numerosos procesos celulares, no solo para nuestros huesos. La coagulación sanguínea, la obtención de energía a partir de los nutrientes, los músculos y los dientes necesitan este mineral. El que está presente en los lácteos se absorbe muy bien, por lo que deberían seguir siendo su fuente principal en nuestra dieta.
El inconveniente nutricional de los productos derivados de la leche es que la mayoría de sus grasas son saturadas, y tomar muchas supone un riesgo para nuestra salud, especialmente por enfermedad coronaria. Debido a esta razón, es recomendable que las personas en riesgo de patología cardiovascular consuman lácteos desnatados.
Pero ¿son los yogures mejores que la leche? Se puede decir que presentan ciertas ventajas nutricionales. La fermentación favorece la digestión y la absorción en nuestro intestino de las proteínas, el calcio e incluso la lactosa que contienen. Eso sí, un vaso de leche equivale a dos yogures.
Además, son mejor asimilados por quienes presentan intolerancia a la lactosa. Estas personas no tienen suficiente lactasa, la enzima que digiere la lactosa, lo que provoca diversos síntomas intestinales. Los fermentos lácticos del yogur producen una pequeña parte de lactasa, que ayuda a digerir ese tipo de azúcar.
Volviendo a los que podemos comprar en el súper, la mayoría tienen sabor dulce por los azúcares, purés de frutas o edulcorantes que incorporan. Ninguna de estas opciones es recomendable. Los dos primeros aportan azúcares libres, que aumentan el riesgo de sufrir obesidad, sobrepeso y enfermedades. En cuanto a los edulcorantes, la Organización Mundial de la Salud no los recomienda para el control del peso o para reducir el riesgo de enfermedades.
Otra opción son los yogures de tipo “griego”, que llevan nata para hacerlos más cremosos. Este añadido aumenta la cantidad de grasa y grasa saturada del yogur. Conclusión: incluso en su versión natural, no son los mejores.
Y desde hace un tiempo también podemos encontrar cada vez más yogures enriquecidos con proteínas. Aunque puedan ser útiles en situaciones muy concretas, en general, solemos tomar más proteínas de las necesarias, lo que puede suponer un riesgo para nuestra salud.
Luego están los yogures que anuncian importantes beneficios: desde que ayudan a nuestra salud digestiva hasta que activan las defensas. La mayoría de estos mensajes son, como poco, exagerados, y no corresponden con la evidencia científica, según la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA).
De hecho, muchos de los efectos reales se deben a vitaminas y minerales añadidos. De esta manera se puede decir, por ejemplo, que un yogur contiene vitamina D o B6 que “contribuyen al funcionamiento normal del sistema inmunitario”. En otras ocasiones, los efectos se atribuyen a la presencia de bacterias específicas y la EFSA considera que no han sido suficientemente demostrados.
La única excepción son los yogures con fitosteroles. La EFSA autoriza a que se pueda decir que estos compuestos añadidos a cualquier alimento contribuyen a mantener los niveles normales de colesterol sanguíneo o, incluso, a reducirlos.
Claro que la reducción tampoco es milagrosa: entre un 7 y un 12.5 % dependiendo de la cantidad de fitosteroles que se tomen. Además, sus efectos finales sobre la prevención de enfermedades cardiovasculares aún están por demostrar.
Estos mal llamados “yogures” son bebidas vegetales a las que se les ha añadido fermentos lácticos. Están elaboradas con agua y cantidades pequeñas de soja, avena, coco, arroz o almendras (entre el 2 y el 15 %). El resultado son alimentos con escaso valor nutricional que poco o nada tienen en común con la leche, salvo que suelen llevar vitaminas y minerales añadidos para parecerse a esta.
Los pseudoyogures resultantes no suelen llevar esos nutrientes añadidos, por lo que no deberían sustituir a los lácteos genuinos. Es cierto que no contienen lactosa, pero hay una gran oferta de yogures sin este componente en el mercado.
Para elegir bien, debemos mirar la tabla de nutrientes y el listado de ingredientes. Nos tenemos que fijar en la cantidad de grasa y azúcares por cada 100 gramos de yogur. Lo recomendable es que ninguno de los dos sea mayor de 5 gramos. En cuanto a los ingredientes, debemos asegurarnos de que no aparece la palabra “edulcorante/s”.
En definitiva, los yogures lácteos “auténticos” son básicos en nuestra alimentación por su aporte de nutrientes importantes. Sin embargo, la presencia de componentes que añaden azúcares, edulcorantes o grasa (nata) empeoran su calidad nutricional.
Ana Belén Ropero Lara, Profesora Titular de Nutrición y Bromatología – Directora del proyecto BADALI, web de Nutrición. Instituto de Bioingeniería, Universidad Miguel Hernández
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.