La dieta estadounidense se caracteriza por el alto consumo de calorías. Los alimentos enlatados se volvieron más habituales durante la Segunda Guerra Mundial. Y luego la comida chatarra y las bebidas azucaradas también pasaron a ser parte de la dieta habitual.
El desempleo era moneda corriente y las filas para conseguir un plato de comida eran interminables.
Era un Estados Unidos difícil de imaginar hoy en día, pero la pobreza y el hambre andaban a sus anchas durante la Gran Depresión, el período posterior al crac de la bolsa de valores de Nueva York en octubre de 1929.
Tampoco se podía imaginar antes: EE.UU. era el país de la prosperidad y la abundancia.
“Hasta ese entonces había una actitud de laissez faire, no era un rol del gobierno alimentar a la gente, incluso si estuviera hambrienta”, cuenta a BBC Mundo Andrew Coe, coautor junto a Jane Ziegelman del libro A Square Meal. A culinary history of the Great Depression (“Una comida completa. Una historia culinaria de la Gran Depresión”).
“La Gran Depresión fue la primera vez en la historia de EE.UU. en que el gobierno federal decidió que tenía la responsabilidad de dar de comer a los hambrientos”, dice. “Y eso fue un cambio enorme”.
Además de entregar comida directamente, algo que ya estaba sucediendo desde la administración de Herbert Hoover, una de las primeras medidas que pensó el gobierno de Franklin D. Roosevelt fue buscar la forma de que las familias estadounidenses se pudieran alimentar gastando poco.
Así surgieron las comidas de 7,5 centavos de la primera dama, Eleanor Roosevelt, con platos tan creativos como excéntricos y sosos, como la ensalada de gelatina -literalmente, gelatina rellena con trozos de frutas y verduras-.
La comida era poca y mala.
Y esos fueron los inicios de la Dieta Estadounidense Estándar, un concepto adoptado por algunos académicos que en inglés se traduce como Standard American Diet, o SAD, algo que en ese idioma significa “triste”.
Conforme fue avanzando la década de 1930, en Europa se consolidaban regímenes totalitarios y las preocupaciones por el estallido de una nueva guerra mundial, que finalmente comenzó en 1939, aumentaban.
Fue entonces que el gobierno de EE.UU. se dio cuenta de que estaba ante un terrible problema.
Sus hombres jóvenes, aquellos que podía enviar a combatir, estaban desnutridos.
“Muchos hombres eran rechazados del ejército por tener bajo peso. A nivel interno, esta era una amenaza: no podemos defender nuestro país si no tenemos hombres sanos ahí fuera”, dice Christopher Gardner, director de Estudios de Nutrición del Centro de Investigación en Prevención de la Universidad de Stanford, en California.
Por eso, pensaron que había que proveerles a los estadounidenses una mejor dieta, algo que terminó derivando en mayor cantidad de calorías.
Más calorías significaría más energía y, por ende, mayor fuerza y mejor salud.
Para que eso sucediera, Roosevelt envió al Congreso diferentes proyectos de ley para aumentar la productividad de las tierras agrícolas.
“Durante la Gran Depresión, la administración Roosevelt intentó deshacerse de viejas prácticas agrícolas que utilizaban arados tirados por caballos, y para ello mecanizó la agricultura”, afirma Coe.
Se implementó un programa de electrificación rural y se promovió la incorporación de refrigeradores en las casas.
A su vez, el gobierno invirtió en carreteras y ferrocarriles.
“Querían modernizar la industria alimentaria estadounidense tanto en la producción como en la distribución”, agrega.
Thomas Parran, la máxima autoridad sanitaria del país en ese período, concurrió a la convención de la asociación de fabricantes de comestibles de EE.UU. en noviembre de 1941 y les dijo que el primer problema en nutrición era el “hambre vacía de calorías suficientes, la falta de alimentos necesarios”.
Señalaba que el hambre todavía era un problema en el país y que eso se veía reflejado en una menor energía, mental y física, y que esas consecuencias no debían ser atacadas mediante medicación.
“La solución a la desnutrición de la población en su conjunto no es que nos convirtamos en una nación de consumidores de medicamentos, sino que haya un suministro adecuado de todos los alimentos que necesitamos a precios que podamos pagar; que, como comerciantes, deberían facilitarnos la selección de lo que necesitamos en las categorías que podemos permitirnos; que, como anunciantes, deberían educarnos sobre lo que es bueno para todos y sobre lo que impulsará una marca rentable”, les dijo Parran a los empresarios, según recogió entonces The New York Times.
La intención del gobierno de abaratar los alimentos volvía a estar sobre la mesa.
Y hubo otra política gubernamental que delineó la nueva comida.
“Una de las cosas que hizo el gobierno federal fue pedirle a las compañías de alimentos, y especialmente a las panificadoras, que le agregaran vitaminas a los alimentos”, dice Coe.
“Fue una especie de excusa para elaborar ultraprocesados porque si podías agregarle vitaminas a la comida, entonces no tenías que preocuparte realmente o enfocarte demasiado en la calidad del resto de los ingredientes”, señala.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial en 1945, se inició un proceso de suburbanización en EE.UU. y lo que Coe llama “supermercadización”.
“De repente, la comida no se vendía en la tienda de la esquina o en el puesto de la granja, sino en supermercados grandes y modernos con filas y filas de envases refrigerados, cajas y productos. La Gran Depresión marcó el comienzo de la era moderna de la alimentación en la que vivimos ahora”, asegura el escritor, experto en historia culinaria estadounidense.
Así surgió un nuevo concepto: cenas de TV.
La popular marca Swanson llamó “cenas de TV” a las cajas que traían dentro una bandeja de aluminio con alimentos precocidos que tan solo debían calentarse y en 25 minutos estarían listos para comer.
Estas cenas de TV, también bautizadas por el marketing de la industria como “comida de conveniencia”, no solo tenían la ventaja de que eliminaban el trabajo de prepararlas, sino que además eran baratas.
“Si nos remontamos a los años 50 y 60, con las comidas preparadas las mamás no necesitaban estar en casa para cocinar. Podían tener un trabajo, ser independientes”, afirma Gardner.
Para bajar aún más su costo, la industria alimentaria comenzó a sustituir ingredientes completos por partes de esos ingredientes, rompiendo la cadena nutricional que traían, y para que fueran atractivos al paladar les agregaron azúcares, sal y grasas de mala calidad.
Los alimentos pasaron de ser naturales o procesados -la mantequilla o el aceite son productos procesados, por poner ejemplos- a ultraprocesados.
“Desde una perspectiva estadounidense, ese fue un gran cambio y condujo hacia esta comida preparada: poco gasto, muchas calorías, pero no necesariamente mucha calidad”, sostiene el profesor de Stanford.
A todo esto, Gardner agrega un nuevo mojón. Entre 1971 y 1976, el entonces secretario de Agricultura, Earl Butz, le pidió a los agricultores que abandonaran la diversidad de cultivos y se dedicaran específicamente a plantar maíz y soja “de cerca a cerca”.
“Hagan este monocultivo, que será muy eficiente, y si lo hace, le ayudaremos y le daremos préstamos para una cosechadora que avance hilera tras hilera sobre enormes extensiones de tierra y las trabaje de una vez”, describe Gardner.
A partir de eso, la cantidad de calorías por hectárea que se podían producir aumentó considerablemente.
Y tanto el maíz, con el que por ejemplo se obtiene jarabe de maíz de alta fructosa utilizado como azúcar añadido, como la soja comenzaron a tener un rol preponderante en los ultraprocesados.
“La Dieta Estadounidense Estándar se ha convertido en una dieta de comida preparada. Incluso los alimentos que tomamos prestados de otras culturas, si nos fijamos en la comida china, la comida mediterránea, la comida francesa, los han americanizado, los han hecho convenientes y económicos”, dice Gardner.
Coe no concuerda con que haya una Dieta Estadounidense Estándar por las diferencias de alimentación que hay entre las numerosas comunidades que conviven en el país, pero sí en la historia de cómo se llegó hasta nuestros días.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) describe a los ultraprocesados como “muy convenientes (listos para consumir, casi imperecederos), muy atractivos (hiperpalatables) para los consumidores, y muy rentables (ingredientes de bajo costo, larga vida útil) para sus fabricantes”.
“Pero estos procesos e ingredientes también hacen que los alimentos ultraprocesados sean típicamente nutricionalmente desequilibrados y propensos a ser consumidos en exceso y desplazar a los otros (…) grupos de alimentos”, dice el organismo.
Es el pan industrial que se compra en el supermercado, algunas barritas de cereales, galletas, postres, mezclas para pasteles, pastas instantáneas, nuggets, sopas y un largo etcétera. Además de las comidas congeladas y preparadas o semipreparadas, claro.
Gardner explica que al agregarle sal, azúcar -que puede presentarse con variados nombres- y grasa a estas comidas preparadas, las vías de recompensa de dopamina se activan en el cerebro y se vuelve adictiva.
“Nuestra capacidad innata para sentir plenitud y saciedad se puede eludir con ciertas capas de comida y manipulación para que sea tan buena que simplemente no te diste cuenta de que habías comido suficiente y comas en exceso”.
“La dieta estadounidense se convirtió en: ¡mira qué geniales somos! Tenemos la tecnología para hacer comida rápida, es muy económica, sabe muy bien, es súper conveniente y está abierta las 24 horas, los 7 días de la semana”.
“Hemos perdido conocimientos culinarios, hemos perdido el sentido común”, se lamenta.
Los ultraprocesados tienen cinco veces menos densidad nutricional que los alimentos no procesados y el doble de densidad energética, de acuerdo a un estudio de la Universidad de Washington publicado en 2019.
Los investigadores, además, recogieron los precios de los alimentos en EE.UU. entre 2004 y 2016 y encontraron que el costo de 100 calorías de ultraprocesados era de US$0,55, frente a US$1,45 de los no procesados.
Es decir, comprar los ingredientes crudos para comer sano cuesta casi el triple que comprar un plato listo congelado.
Más aún, hallaron que los “ultraprocesados no aumentaron de precio tanto como los alimentos no procesados durante el período de 12 años”.
La política de alimentos baratos tiene consecuencias directas en los bolsillos.
Los estadounidenses gastan menos del 10% de su presupuesto en comidas dentro del hogar, según el Departamento de Agricultura de ese país. En México, por ejemplo, se gasta más de la cuarta parte.
David Chavern, presidente de la Consumer Brands Association, el principal gremio de industrias de alimentos y bebidas de EE.UU., defiende el recorrido que han hecho para brindarle opciones a los consumidores.
“Así como esperamos y aceptamos la innovación que fomenta la seguridad, la accesibilidad y la asequibilidad en todos los demás aspectos de nuestras vidas, la forma en que llevamos alimentos a la mesa no debería ser diferente”, escribió en una columna publicada meses atrás en el sitio RealClear Policy.
“Tenemos que abordar los problemas evidentes que plantea el término ‘ultraprocesados’. No conlleva una definición científica sólida y acordada, ni se refiere a un proceso específico ni determina el valor nutricional”, dijo.
Chavern añadió que, al cuestionar a los ultraprocesados, se está “socavando la autonomía de los consumidores para elegir lo que mejor se adapte a sus necesidades dietéticas”.
“Dejemos que los consumidores decidan cómo quieren llenar sus gabinetes”, pidió.
El 71% de la oferta de alimentos y bebidas en supermercados y tiendas en 2018 era de ultraprocesados, de acuerdo a un estudio de la Universidad Northwestern de Chicago y la Universidad de Nueva Gales del Sur en Sídney.
Los ultraprocesados no solo están en los supermercados. También son ingredientes utilizados por cadenas de restaurantes como las que venden hamburguesas o pizzas, que en busca de reducir costos y hacerlas hípersabrosas los usan en sus recetas.
El 58% de la ingesta calórica total proviene de los ultraprocesados en EE.UU., mientras que en Brasil representa el 20% y en Chile o México ronda el 30%, según un informe del Global Food Research Program.
La cantidad de calorías diarias per cápita medidas desde la oferta de alimentos en Estados Unidos pasó de 3.044 en 1961 a 3.911 60 años después, casi 30% más, según la FAO.
Es la más alta del mundo, según ese organismo.
El promedio mundial de suministro de calorías diarias en 2021 se ubicó en 2.959, casi mil menos que en EE.UU. El promedio de América Latina es muy similar al mundial.
Según el Departamento de Agricultura de EE.UU., aproximadamente un tercio de esas calorías son desperdiciadas o no son consumidas por quedar en mal estado, por lo que efectivamente un estadounidense promedio consume 2.600 calorías diarias.
Eso no solo supera la recomendación que hace el gobierno, sino que excede en alimentos como carnes, huevos y granos, y está lejos en frutas, verduras y lácteos.
Las enfermedades no transmisibles como obesidad, diabetes, cáncer e infartos aumentaron en Estados Unidos con el incremento en el consumo de alimentos procesados y ultraprocesados.
La Asociación Estadounidense del Corazón dijo en 2022 que “aunque las políticas y programas de asistencia alimentaria de Estados Unidos están diseñados para mejorar la seguridad alimentaria, existe un consenso cada vez mayor en que deberían tener un enfoque más amplio en la seguridad nutricional”.
Estados Unidos tiene una tasa de obesidad de casi 43% en adultos, una de las más altas del mundo, y si se suma a quienes tienen sobrepeso son 3 de cada 4 habitantes, según las últimas cifras publicadas por la Organización Mundial de la Salud.
Uno de cada 10 tiene obesidad severa, según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC).
Los negros y los latinos tienen las mayores tasas de obesidad en EE.UU., y los pobres tienden a mostrar mayores tasas de obesidad que los ricos, según los CDC.
En 1960, la obesidad era de apenas 13% y la obesidad severa era prácticamente inexistente.
Coe no cree que la forma de alimentarse vaya a cambiar demasiado en el futuro.
“Las empresas que producen estos alimentos ultraprocesados son extremadamente grandes, son algunas de las corporaciones más grandes de EE.UU. y también del mundo”, dice.