A elevadas altitudes, el cuerpo humano se expone a cambios de presión atmosférica y déficit de oxígeno, lo que puede producir mareos, pitidos en los oídos y otros síntomas. Las sistemas de presurización de los aviones minimizan estas molestias.
Todo el mundo está preparado para sufrir los efectos del jet lag cuando vuela a algún lugar lejano. Pero ¿hay algo más que deba preocuparnos? La respuesta es sí. Independientemente de si viajar en avión nos resulta placentero o incómodo, lo cierto es que nuestra fisiología se ve afectada de alguna forma cuando nos sometemos a un vuelo prolongado.
No cabe duda de que el organismo humano está genéticamente adaptado para estar lo más cerca posible del nivel del mar. Ni siquiera vivir en lugares a gran altitud es cómodo para cualquiera que no haya nacido allí. ¿A qué se debe esto? Pues a los efectos de dos factores: la presión atmosférica y la presión parcial de oxígeno.
La presión es una magnitud física que se define como la derivada de la fuerza con respecto al área o como la fuerza ejercida de manera perpendicular a una unidad de superficie. A nivel del mar, nuestras cabezas soportan el peso de una columna de aire de más de treinta kilómetros de altura, lo que equivale a 1 atmósfera de presión (1,01325 bares o 101 325 pascales).
¿Y por qué no notamos ese peso encima? Pues sencillamente porque nuestro cuerpo registra internamente una atmósfera de presión también. Como postuló Sir Isaac Newton, “dos fuerzas de una misma magnitud en sentido opuesto se anulan”. Sin embargo, según nos elevamos en altitud, la presión que soportamos es menor y se desajusta con la interna. Y de ahí surgen ciertas alteraciones fisiológicas. Podemos hacernos una idea de lo que supone elevarse del suelo a una media de diez kilómetros durante mucho tiempo.
Pero éste no es el único fenómeno que nos afecta. Existe otra variable muy importante a tener en cuenta: la presión de oxígeno, el gas que necesitan nuestras células para vivir. Medida en milímetros de mercurio (mmHg), debe estar entre 75 y 100 mmHg (o entre 10,5 y 13,5 kilopascales). Cuando disminuye su concentración en la sangre se produce la llamada hipoxemia.
Si esta variable desciende por debajo de 60 mmHg entonces aparece la hipoxia, que altera el funcionamiento normal de las células. Teniendo en cuenta que las neuronas son las células que peor soportan los estados de hipoxia, se entiende que cuando experimentamos situaciones de bajas concentraciones de oxígeno aparezcan síntomas neurológicos. En caso de que la hipoxia severa se prolongue más de cuatro minutos, las neuronas comienzan a morir.
Esto explica que antes de iniciar el vuelo nos recomienden que, en caso de emergencia, nos coloquemos rápidamente la mascarilla, para inhalar oxígeno si se despresuriza la cabina y evitar así que perdamos rápidamente la consciencia. Y también por esta razón los pilotos de caza, que deben soportar cambios rápidos de altitud, siempre llevan la mascarilla de oxígeno puesta.
Si permanecemos mucho tiempo a elevadas altitudes, como suele pasar en los vuelos de larga duración, puedan aparecer molestias relacionadas con el cambio de presión atmosférica y presión de oxígeno.
Entre las manifestaciones más habituales destacan los pitidos en los oídos con alteración de la audición, los denominados acúfenos. El tímpano, la membrana flexible que protege el oído del exterior, es muy sensible al cambio de presiones. Aunque la aeronave lo compensa introduciendo presión dentro (presurización de la cabina), a veces surgen de manera muy rápida. En caso de que dicho cambio se prolongara, podrían aparecer mareos y náuseas, ya que el oído es también el órgano que regula el equilibrio.
Oxigenar bien la zona de pasajeros y la cabina del piloto es sumamente importante, ya que a mayor altitud, menor presión de oxígeno. Si no se hace correctamente, hay riesgo de que suframos cefaleas (dolor de cabeza), que pueden convertirse en mareos si no se revierte la situación.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, podemos comprender que para ciertas personas no sea aconsejable emprender vuelos prolongados. Así, los pacientes con patologías respiratorias como enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC) y asma, pueden sufrir dificultades respiratorias por la disminución de la presión parcial de oxígeno en la cabina.
También puede ser peligroso que se suban al avión las personas afectadas por enfermedades cardiovasculares graves como infarto de miocardio y cerebral reciente, arritmias e hipertensión severa. En estos casos, el problema es la posibilidad de que se produzca hipoxia en el músculo cardíaco, ya que se compensaría aumentando su frecuencia de latido y el ritmo respiratorio.
En cuanto a las embarazadas, los vuelos de distancias largas comportan un riesgo mayor según aumentan las semanas de gestación. Suele considerarse como límite las 36 semanas para poder realizar cualquier tipo de vuelo, o 32 en el caso de embarazos múltiples. Los efectos de la presión pueden inducir el parto o provocar agravamiento de patologías en la embarazada. Quedaría totalmente desaconsejado en mujeres con antecedentes de aborto, anemia grave, hipertensión o diabetes mal controlada.
En cualquier caso, viajar en avión es un método de viaje seguro, eficaz, rápido y 100 % recomendable. La ingeniería aeronáutica, con sus sistemas de presurización, permite que los pasajeros apenas noten las molestias descritas. Conocer los síntomas nos permite que, si aparecen, sepamos qué hacer.
José Miguel Robles Romero, Profesor Doctor de la Facultad de Enfermería, Universidad de Huelva
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.